Casida del odio
I
Todos
tenemos una partícula de odio
un leve
filamento dorando azul el día
en un
oscuro lecho de magnolias.
II
Todos
tenemos
una partícula de odio macerando sus jugos,
enmarcando
su alegre floración,
su
fruta lánguida.
¿Pero
qué mares
ay, qué
mares, qué abismos tempestuosos golpean
contra
el pecho y en lugar de sonrisas abren garras colmillos?
Levanta
el mar su enagua florecida, debajo de su piel va
creciendo
una ola dispersada en su vacua intrepidez elástica.
Levanta
el mar su odio y el estruendo se agita contra los muros
célibes
del agua y atrás y más atrás viene otra ola, otro fermento,
otra
forma secreta que el mar le da a su odio, se expande sábana
de
espuma, se alza torre tachonada de urgencias; es monumento
en agua
de la furia sin freno.
III
Todos
tenemos
una
partícula de odio
y
cuando el hierro arde en los flancos marcados
y se
siente el olor de la carne quemada
hay un
grito tan hondo, una máscara en fuego
que
incendia las palabras.
IV
Todos
tenemos una
partícula
de odio.
Y
nuestros corazones
que
fueron hechos para albergar amor
retuercen
hoy los músculos, bombean
los
jugos desesperados de la ira.
Y
nuestros corazones
otro
tiempo tan plenos
contraen
cada fibra
y
explotan.
V
Todos
tenemos una partícula
de odio
un alto
fuego quemándonos por dentro
una
pica letal que orada nuestros órganos.
Sí,
porque donde antes hubo
sangre
caliente, floraciones de huesos explosivos,
médula
sin carcoma,
empecinadamente,
tercamente,
nos va
creciendo el odio con su lengua escaldada
por el
vinagre atroz del sinsentido.
VI
Todos
tenemos una partícula de
odio
y
cuando el índice se agita señalando con fuego,
cuando
imprime en el aire su marca de lo infame,
cuando
se erecta pleno falange por falange,
¡Ah!
qué lluvia de ácidos reproches,
qué
arduos continentes se contraen.
El
gesto, el ademán, la mueca,
el dedo
acusativo
y la
uña,
¡ay! la uña,
corva
rodela hincándose en el pecho.
VII
Todos
tenemos algo que reprocharle al mundo,
su
inexacta porción de placer y de melancolía,
su
pausada enojosa virtud de quedar más allá,
en otra
parte,
donde
nuestras manos se cierran con estruendo
aferradas
al aire de la desilusión; su también,
por qué
no, circunstancia de borde, de extrema lasitud,
de
abismo ciego; su inoportunidad, sus prisas,
VIII
Todos
tenemos algo que decir de los demás
y nos
callamos.
Pero
siempre detrás de la sonrisa
de los
dientes felices, perfectos y blanquísimos
en
sueños destrozamos rostros, cuerpos, ciudades.
Nadie
podrá jamás contener nuestra furia.
Somos
los asesinos sonrientes, los incendiarios,
los
verdugos amables.
IX (coda)
En
alguna parte de nuestro cuerpo
hay una
alarma súbita
un
termostato alerta enviando sus pulsiones
algo
que dice:
ahora
y
sentimos la sangre contaminada y honda a punto de saltarse por los ojos,
las
mandíbulas truenan y mascan bocanadas de aire envenenado y la espina
dorsal,
choque eléctrico, piano destrozado y molido por un hacha y los vellos,
las
barbas y el escroto, se erizan puercoespín y las manos se hinchan de amoratadas
venas,
el cuerpo se sacude convulsiones violentas y todo dura sólo, apenas, un segundo
y una
última ola de sangre oxigenada nos regresa a la calma.
De: “Diván de Mouraria”
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