martes, 6 de septiembre de 2016


ÁNGEL COLLADO RUÍZ




I



La bestia abrevará en los vados
estando el capullo dormido
donde no espera muerte
en noches inevitables

Traduce voces que no entiende
pide esperanza sobre deseo

La Palabra seguirá el curso del campo perfumado
arrollará en su impronta manos que se elevan ciegas
monte creado para equivocar

Los árboles serán olas y barcos de luciérnagas que zarpan
en visión de viento sinfonía de semillas hacía otra tierra

Mas brazos negados pedimento en vano serán al huérfano

Tormenta nunca vista sembrará de restos la llanura
pasado el tiempo de los huesos
nuevo pasto crecerá

Ni sol, nubes, agua, día, manantial de estirpe
beso nuevo, solo manto de miedo y soledad espera
crepúsculo de nuevas dimensiones

Hombre cegado de cuajo
en luz que brota de la nada hasta morder su rabia
otra vez rumia falsa expectativa
tasa rumbos en peregrinar desierto

No cesa de ofrecer pobres visiones
ni alcanza copas moribundas
el reto de besar los alcatraces



ALFONSO CANALES



  
Oh aquellos días claros de mi niñez...



Oh aquellos días claros de mi niñez, aquellos
días entre jardines, entre libros y sueños,
a qué poco han quedado reducidos: las piedras
brillantes al sol alto del dulce mediodía
-¡qué amarilla se ha puesto de aquel sol la memoria!-,
las pequeñas calizas, los cuarzos y pizarras
polvorientas, suaves, bajo los almecinos,
aún tienen un rescoldo de recuerdo en mis manos;
el jazmín del estío- ¡qué fue de aquella nieve!-,
que daba olor de fiesta a la tranquila noche,
aún lo siento en el pecho, cuando cierro los ojos;
y el rumor de las olas, lenta, lejanamente,
en mi interior florece cuando llueve el silencio.
Calor, olor, rumores: a qué poco han quedado
reducidos los días lejanos y felices.

A veces el sonido de una piedra, cayendo
en una verde alberca, me hace creer que nunca
debió formarse un hombre sobre aquel que gozaba
sobresaltando aguas tranquilas. Y quién sabe
si hoy, corriendo esas aguas hacia mares futuros,
también piensan que nunca debieron de ser ríos.


MARÍA CHOZA



  
El campo con los años



Mi abuelo tenía tierras,
un campo tan suyo que llevaba su nombre.
Crió a los ocho hijos
al tiempo que a sus animales,
todos se alimentaron
de la misma leche.

Tal vez su mujer
alguna vez sintió celos o envidia
de las montañas que le amaron
de noche y con los truenos.
No hubiera servido reclamarle,
no tomaba en serio
a quien no se hubiera cortado las manos
al segar maleza,
o a quien no recogiese buen fruto
por octubre.
El hombre se hace en el campo,
dijo a todos sus hijos.
Él se hizo muchas veces,
de todas las formas posibles.
Pasó muchos años amando un solo lugar.
No encontró cobijo en ningún otro
porque no le necesitó.

Un día todo se volvió extraño.
Sus hijos recibieron llamadas de vecinos,
el padre ya no tenía sangre en las ropas
al volver a casa,
su camisa se iba y regresaba limpia.
La leche de sus vacas
dejó de alimentarnos a todos.
Pasaba mucho tiempo con sus nietos,
por fin conocí sus modales
y la juventud.
Nos habló tanto que cada palabra
era una historia,
y la historia es el mundo.

Sus hijos fueron a los campos
que le pertenecían.
Les fue difícil entrar.
Cada vaca y cada hijo
estaba muerto.
Ninguna gallina hizo ruido.
No hubo borregos que salieran
a ver qué estaba pasando.
Los montes ya no amaron a nadie,
murieron de tristeza,
igual que la casita de palma
dejada a la mitad.
El hombre dejó de hacerse en el campo
y fue a la ciudad por respuestas.
Mi abuelo no pudo responder nada,
tampoco quiso hacerlo.
En su cabeza,
en su mundo de agua y siembra,
seguía pensando que cada día
fue a prestarle a las tierras sus años,
que todos los animales le seguían respetando,
que el amado monte le esperaba como siempre
para sepultarle las penas.

Nadie se explicó nada,
ni mi abuelo mismo.
A veces creo que el campo
encarnó en su cuerpo,
y por eso tiene tantas cicatrices.



De: “Los campos no elíseos”

SANDRA CORNEJO




Preguntas y una respuesta a May S.
         
                                     "Because what I want most is permanence"
                                                                                May Sarton



¿Y si cada imagen desapareciera,
incluso
el papel y la lumbre?

¿Y si su primera caricia
no hubiera llegado hasta aquí?

¿Y si sólo un remoto quejido
en la espesura
nos hablara?

¿Y si la permanencia,
decididamente,
no fuera posible?

Deberíamos igual escribir
sobre la oscuridad
como lo hace la luz del pabilo.
 

De: “Partes del mundo”



MARÍA ZAMBRANO



  
Antes de la ocultación



     Comencé a cantar entre dientes por obedecer en la oscuridad absoluta que no había hasta entonces conocido, la vieja canción del agua todavía no nacida, confundida con el gemido de la que nace; el gemido de la madre que da a luz una y otra vez para acabar de nacer ella misma, entremezclado con el vagido de lo que nace, la vida parturiente. Me sentí acunada por este lloro que era también canto tan de lejos y en mí, porque nunca nada era mío del todo. ¿No tendría yo dueño tampoco?

     La música no tiene dueño, pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en una herida. Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En esta soledad nadie aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrarme.



De: “Diotima de Mantinea en hacia un saber sobre el alma”

  

RAUL ORLANDO ARTOLA



  
Ensueño



De pronto la vi
a miles de kilómetros
doblada
con las rodillas
en sus pechos
gozada y gozosa
bella e inquieta
a miles de kilómetros
con un pañuelo
en la boca la vi
para que sus padres
no la escucharan
gemir.