martes, 2 de octubre de 2018


OCTAVIO PAZ





México: Olimpiada de 1968

A Dore y Adja Yunkers
Delhi, a 3 de octubre de 1968



La limpidez
(Quizá valga la pena
Escribirlo sobre la limpieza
de esta hoja)
No es límpida:
Es una rabia
(Amarilla y negra
Acumulación de bilis en español)
Extendida sobre la página.
¿Por qué?
La vergüenza es ira
Vuelta contra uno mismo:
Si
Una nación entera se avergüenza
Es león que se agazapa
Para saltar.
(Los empleados
Municipales lavan la sangre
En la Plaza de los Sacrificios.)
Mira ahora,
Manchada
Antes de haber dicho algo
Que valga la pena,
La limpidez.


JAIME SABINES





Tlatelolco 68



1

Nadie sabe el número exacto de los muertos,
ni siquiera los asesinos,
ni siquiera el criminal.
(Ciertamente, ya llegó la historia
este hombre pequeño por todas partes,
incapaz de todo menos del rencor.)

Tlatelolco será mencionado en los años que vienen
como hoy hablamos de Río Blanco y Cananea,
pero esto fue peor;
aquí han matado al pueblo:
no eran obreros parapetados en la huelga,
eran mujeres y niños, estudiantes,
jovencitos de quince años,
una muchacha que iba al cine,
una criatura en el vientre de su madre,
todos barridos, certeramente acribillados
por la metralla del Orden y la Justicia Social.

A los tres días, el ejército era la víctima de los
desalmados,
y el pueblo se aprestaba jubiloso
a celebrar las Olimpiadas, que darían gloria a México.


2

El crimen está allí,
cubierto de hojas de periódicos;
con televisores, con radios, con banderas olímpicas.

El aire denso, inmóvil,
el terror, la ignominia.

Alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen estaba allí.


3

Habría que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.
Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.
La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza, de vergüenza, de vergüenza.

Las bocas de los muertos nos escupen
una perpetua sangre quieta.


4

Confiaremos en la mala memoria de la gente,
ordenaremos los restos,
perdonaremos a los sobrevivientes,
daremos libertad a los encarcelados,
seremos generosos, magnánimos y prudentes.

Nos han metido las ideas exóticas como una lavativa,
pero instauramos la paz,
consolidamos las instituciones;
los comerciantes están con nosotros,
los banqueros, los políticos auténticamente mexicanos,
los colegios particulares,
las personas respetables.

Hemos destruido la conjura,
aumentamos nuestro poder:
ya no nos caeremos de la cama
porque tendremos dulces sueños.

Tenemos secretarios de Estado capaces
de transformar la mierda en escencias aromáticas,
diputados y senadores alquimistas,
líderes inefables, chulísimos,
un tropel de putos espirituales
enarbolando nuestra bandera gallardamente.

Aquí no ha pasado nada.
Comienza nuestro reino.


5

En las planchas de la Delegación están los cadáveres.
Semidesnudos, fríos, agujerados,
algunos con el rostro de un muerto.
Afuera, la gente se amontona, se impacienta,
Espera no encontrar el suyo:
“Vaya usted a buscar a otra parte.”


6

La juventud es el tema
dentro de la Revolución.
El Gobierno apadrina a los héroes.
El peso mexicano está firme
y el desarrollo del país es ascendente.
Siguen las tiras cómicas y los bandidos en la televisión.
Hemos demostrado al mundo que somos capaces,
respetuosos, hospitalarios, sensibles
(¡Que Olimpiada maravillosa!),
y ahora vamos a seguir con el “Metro”
porque el progreso no puede detenerse.

Las mujeres, de rosa,
los hombres, de azul cielo,
desfilan los mexicanos en la unidad gloriosa
que construye la patria de nuestros sueños.


ROSARIO CASTELLANOS




  
Memorial de Tlatelolco



La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
Para que nadie viera la mano que empuñaba
El arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?

¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.
La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en el radio, en el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)

No busques lo que no hay: huellas, cadáveres
que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,
a la Devoradora de Excrementos.
No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.

Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangre con sangre
y si la llamo mía traiciono a todos.

Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordamos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.


RICARDO TELLO CASTILLO





2 de octubre, no se olvida 



Un recuerdo en este día es poco
porque es poesía en Tlatelolco.

Azteca de la gran Tenochtitlan,
de esta cultura primera,
contigo los muertos están,
recíbelos en tu luna de primavera.

Son hombres, águilas caídas.
Que la sangre de tantas vidas
despierte a los Dioses de Tlatelolco llenos de terror
y castiguen al loco, por favor.

Mexicanos de todas las culturas
no olviden a sus muertos,
viejos, jóvenes y criaturas
que regaron los huertos con sangre y dolor.

Tráeles flores el día de los muertos
y ponlas en las manchas que hay en el suelo,
ellos te darán las gracias desde las nubes altas
que hay en el cielo.

El tiempo y la distancia todo lo cubre
pero no olvides la matanza del 2 de octubre.


JOSÉ EMILIO PACHECO





Las voces de Tlatelolco



Eran las seis y diez. Un helicóptero
sobrevoló la plaza.
Sentí miedo.
Cuatro bengalas verdes.

Los soldados
cerraron las salidas.

Vestidos de civil, los integrantes
del Batallón Olimpia
–mano cubierta por un guante blanco–
iniciaron el fuego.

En todas direcciones
se abrió fuego a mansalva.

Desde las azoteas
dispararon los hombres de guante blanco.
Disparó también el helicóptero.

Se veían las rayas grises.
Como pinzas
se desplegaron los soldados.
Se inició el pánico.

La multitud corrió hacia las salidas
y encontró bayonetas.
En realidad no había salidas:
la plaza entera se volvió una trampa.

–Aquí, aquí Batallón Olimpia.
Aquí, aquí Batallón Olimpia.

Las descargas se hicieron aún más intensas.
Sesenta y dos minutos duró el fuego.

–¿Quién ordenó todo esto?

Los tanques arrojaron sus proyectiles.
Comenzó a arder el edificio Chihuahua.

Los cristales volaron hechos añicos.
De las ruinas saltaban piedras.

Los gritos, los aullidos, las plegarias
bajo el continuo estruendo de las armas.

Con los dedos pegados a los gatillos
le disparan a todo lo que se mueva.
Y muchas balas dan en el blanco.

–Quédate quieto, quédate quieto:
si nos movemos nos disparan.

–¿Por qué no me contestas?
¿Estás muerto?

–Voy a morir, voy a morir.
Me duele.
Me está saliendo mucha sangre.
Aquél también se está desangrando.

–¿Quién, quién ordenó todo esto?

–Aquí, aquí Batallón Olimpia.

–Hay muchos muertos.
Hay muchos muertos.

–Asesinos, cobardes, asesinos.

–Son cuerpos, señor, son cuerpos.

Los iban amontonando bajo la lluvia.
Los muertos bocarriba junto a la iglesia.
Les dispararon por la espalda.

Las mujeres cosidas por las balas,
niños con la cabeza destrozada,
transeúntes acribillados.

Muchachas y muchachos por todas partes.
Los zapatos llenos de sangre.
Los zapatos sin nadie llenos de sangre.
Y todo Tlateloco respira sangre.

–Vi en la pared la sangre.

–Aquí, aquí Batallón Olimpia.

–¿Quién, quién ordenó todo esto?

–Nuestros hijos están arriba.
Nuestros hijos, queremos verlos.

–Hemos visto cómo asesinan.
Miren la sangre.
Vean nuestra sangre.

En la escalera del edificio Chihuahua
sollozaban dos niños
junto al cadáver de su madre.

–Un daño irreparable e incalculable.

Una mancha de sangre en la pared,
una mancha de sangre escurría sangre.

Lejos de Tlatelolco todo era
de una tranquilidad horrible, insultante.
–¿Qué va a pasar ahora, qué va a pasar?


Este poema de José Emilio Pacheco, incluye textos del libro “La noche de Tlatelolco” de Elena Poniatowska.

LEOPOLDO AYALA





Yo acuso



degüella la cabeza
que estremecen los gritos.
Y yo acuso.
Yo acuso a los oídos de gruta resonante
convertidos en puentes, hechos de un puño,
sordos a la vida que lanzan los agonizantes.
Yo acuso a las miras exactas, idiotas de nacimiento
creyendo tomar el partido de perdonar a la naturaleza,
vomitando vivamente su profecía de antropofagia.
Yo acuso a los muros que equivocaron el futuro
y fueron la agonía,
haciendo nupcias entre la luz pétrea del obús
y las espadas rodeadas de carne adolescente.
Yo acuso al cemento donde se cumplieron
las puertas de la muerte boca abajo,
y a las azoteas panteones de enterrados vivos.
y bramidos de ciervos.
Yo acuso a la fosa común y a los incineradores
y a la piedad sobre los ojos;
yo acuso al hoyo como un lobo sobre la esperanza
y siempre solo en busca de su imagen completa.
Ay, oigo
y alguna vez vendrá al campo

el olor del jaguar por su misma sangre,
el mismo Dios con su cara de ídolo
y su paño de lujuria y todas sus verdades,
por el dos de Octubre que quiso ser
dos de Noviembre mexicano.
Yo acuso al dos de Octubre.
Yo acuso al laurel del poeta
porque hace mucho que la poesía carece de flores
y se forma en el grito y en la coagulación de la sangre
que es la muerte de la sangre.
Yo acuso a las páginas de los diarios,
vaya un carcelero para despedir el recuerdo largo terrible
y arreglar la época de nuevo.
Yo acuso a las iglesias
porque te bendigo hermano y te maldigo
en expresión del oro, y no te quedan cabellos
porque sucede que la divinidad se encierra
y Pedro niega; ¡y vete!
y no te gloría el Agnus Dei de Pascua.
Yo acuso a los planes sobre el escritorio
y al ruido de la silla ejecutiva
Atornillada a la emboscada y a la desesperanza.
Yo acuso al edificio seco de piedra donde se renueva la palabra legal
Y el último pensamiento y el grito que dijo:
”el responsable soy yo”
y la garganta y la lengua y la pareja que lo engendra
y lo hizo posible.
Yo acuso a la lista de desaparecidos,
a los proyectiles, a los vehículos,
a los frigoríficos, a los heridos con su carga,
al campo que custodia la paz convertido
en campo de concentración 68;
y a todo lo que va de pleno al golpe.
Yo acuso a las cárceles y a las celdas duras
como latidos de mortero
para dar cabida a los perseguidos
y no agrandarlos y no esconderlos.
Yo acuso a mi país por no lanzar sus cuerpos
como cuchillos afilados
y acometer como mariposas heridas por las calles.
Yo acuso todo lo que vendrá si a mi suelo el odio cincela
perforaciones y las enciende,
y porque rueda castillos de cohetes de la infamia.
Yo acuso.
Yo acuso.
Yo acuso a mi siglo donde se baila.
Yo acuso a mi siglo donde se bebe.
Yo acuso a mi siglo donde se hace
el amor voraz en diez minutos.

Yo acuso a mi siglo donde se apila a los vivos
y se abren las esclusas que queman los párpados
y se grita a los muertos
y se mata y se derriba al hombre.


México, 1968