lunes, 5 de agosto de 2019


RABINDRANATH TAGORE





    Juguetes


   
    ¡Qué feliz eres, niño, sentado en el polvo,
    divirtiéndote toda la mañana con una ramita rota!
    Sonrío al verte jugar con este trocito de madera.
    Estoy ocupado haciendo cuentas,
    y me paso horas y horas sumando cifras.
    Tal vez me miras con el rabillo del ojo y piensas:
    «¡Qué necesidad perder la tarde con un juego como ese!»
   
    Niño, los bastones y las tortas de barro
    ya no me divierten; he olvidado tu arte.
    Persigo entretenimientos costosos
    y amontono oro y plata.
    Tú juegas con el corazón alegre con todo cuanto encuentras.
    Yo dedico mis fuerzas y mi tiempo
    a la conquista de cosas que nunca podré obtener.
    En mi frágil esquife pretendo cruzar el mar de la ambición,
    y llego a olvidar que también mi trabajo es sólo un juego.



RAMIRO FONTE




La rosa




Esa flor que posabas
En el vértice agudo de tus días
Que eran también los míos -si me lo concedes-
y era un peligro audaz, un tanto dulce,
Dejarla allí, invocarla
A través de la canción de los solitarios
O de las grandes derrotas; esa flor
            
Por ti acostada
En la trémula frontera que tu pecho
Hace con lo terrible, con lo que queda lejos,
Con lo que cae allende nuestros sueños,
Se mustió durante cien albas bien frías;
De su ceniza brotó la única rosa.
            
Y era aquel tiempo triste, ciertamente.
Llovía mucho en torpes calendarios,
En los días jueves, en los abrigos lentos;
En las pálidas semanas de un amor,
Y nosotros, los fugitivos
De todos los deseos,
Manchábamos los colores de los retratos
Con gestos esquivos, con miradas
Codiciosas de la insegura partida,
Y era aquel tiempo grande porque teníamos rosas.
            
A veces nos sorprendemos
Persiguiendo los recuerdos como tal vez procura
Un marinero ciego con sus ojos
El engaño de una luz que viene del mar,
Y volvemos allí para caer de nuevo,
Para dejar partir esos expresos
Que desgarran el amanecer porque desean
Otras ciudades puras, algún lugar sin nombre;
Para darle a esa noche que no nos lo merece
La moneda de oro restregada
Por la rara amistad que provocan los versos.
            
No debemos dejar que el viento de la impiedad
Derroque una atalaya de inocencia
O que no queme el vuelo un ángel negro
Derramado en las almas.
            
Porque estamos seguros
De que para ahogar de nuevo la mocedad
Precisamos manos limpias y agua clara,
Y saber que arrasamos un jardín
Y alguna primavera, que perdimos
Quizás alguna vida
Para volver a la vida y encontrarnos,
Pero no los recuerdos ni la rosa.



            
De: “AdeusNorte”


SERGIO BADILLA CASTILLO





Carezza



Llega por fin la noche
la castidad es errática para especímenes en vías de extinción como tú
y yo Claudia
criaturas celestes de Santiago     serafines alados de la capital
de un país en ruina
El daguerrotipo nutre la oscura sepia con la aminorada luz que entra
de la calle
la escena en la penumbra se trasgrede en una tosca urbanidad
El torrente fluye germinal debajo de la piel           palpita
se deshonesta             se contamina
tensa la espera detrás de la mirada intensa
Urge entonces la musculatura     se yergue
para perpetuar el linaje del animal en celo
la carne se impudicia       se demencia en la calma
se antigua la razonada caricia mi obcecada doncella, el arte de
amar es el arte final de un frugífero vientre
un mérito frugal de descendientes que van y vienen
un despertar cualquiera ante un púdico
día de verano


JOSÉ ELGARRESTA





Gutiérrez



Era un empleado
que parecía más igual al resto
que, entre sí, cada uno de los demás
y por ello era calurosamente felicitado.
Es curioso: de aquella época
sólo recuerdo un largo corredor desierto
y a él,
pero no sé si es sólo una pesadilla
ni lo sabré nunca,
pues me dicen que murió hace pocos meses
y pensándolo bien
ni siquiera esto es seguro,
ya que nadie fue al entierro
y su gabardina sigue colgando del mismo perchero,
o al menos una gabardina igual que la suya.
¿Tal vez nuestros jefes eran hipnotizadores?
Tal vez...en todo caso
la leyenda del empleado modelo
les servía admirablemente
para convertir la oficina en un hormiguero,
donde nadie se relacionaba con sus pensamientos
y menos todavía con sus semejantes.
Sólo los expedientes importaban,
mejor dicho: no los expedientes sino su número,
siempre inferior al realizado
por ese héroe llamado Gutiérrez,
del cual, ahora me doy cuenta,
ni siquiera estoy seguro de recordar las facciones
a causa de su mimetismo
con las de cualquiera que me abra una puerta
y luego desaparezca.
Sin embargo, se comentaba que le gustaban las quinielas.
Entonces ¿Quién, o qué, era Gutiérrez?
Si le gustaban las quinielas
tal vez también las mujeres,
tal vez estaba casado.
Sus hijos lo mirarían con desdén,
su mujer con disgusto por ser la suya una vida tan gris...
y él se refugiaría en la oficina
para hacer de los expedientes su familia.
Si así era, pensé, mejor que nunca se haya sabido.
Al fin y al cabo ¿quién podría haber sobrevivido
sin fusilar a Gutiérrez en su mente
cada vez que terminaba un expediente?
A pesar de ello, una turbia obsesión me dominaba
y una mañana me fui al cementerio,
pero fue inútil: en el lugar indicado
había muchas lápidas y en todas ellas
el mismo nombre: Gutiérrez.


SILVIA EUGENIA CASTILLERO





Los sapos



Antes estelas verdeando sobre agua, cada uno a su turno salía boquiabierto para luego internarse en lo profundo. Ahora sacan la cabeza, no vuelven a hundir sus alargados cuerpos. Del espesor del río ninguno zigzaguea para vencer corrientes ya cálidas o heladas. Se abandonan al movimiento quebradizo que los orilla como piedras reblandecidas. Corroídos sus miembros al contacto del sol, la lluvia los arrastra. Las charcas quedan habitadas por estos injuriosos que enturbian las aguas, estos mezquinos sacos de avaro.


JOSÉ REGIO





El coco



Atrás de la puerta, erecto y rígido, presente,
Él me espera. Y por eso estoy turbado.
Y voy a pisar, exactamente,
La sombra de Él en el enlosado.

—"Señor Coco",
(Yo tartamudeo),
"Déjeme ir a dar mi clase,
Soy profesor del liceo..."

Pero su hálito
Me marcó, frío como tacto de espada.
Y yo salgo pálido.
Con la garganta cerrada.

Me preguntan allá afuera: "¿Estás doliente?"
—"¡No! (les grito)..." "¿Por qué?" Y hablo y río divirtiéndome.
Y lo peor es que hay palabras en que me detengo,
bruscamente.
Y que me duelen, duelen, duelen, prolongándose e
hiriéndome...

Entonces, en el aire,
Levitándose, todo subvertiendo, enorme,
Él da frío y luz, como un claro de luna...
Y yo le escucha la risa muda.

"Señor Coco"
(Yo tartamudeo), "por quien es",
"Déjeme quedar aquí, en esta reunión,
Sentadito, tomando mi café...

Pero los gestos mínimos y palabras de mi día
Quedaron llenos de sentido.
Tener de más qué decir... ah, ¡qué fatiga y qué agonía!
Es natural que yo sea repelido.

Huyo. Y en mi mansarda
Le repito: ¡Señor Coco!
Si es mi Ángel de la Guarda,
¡Guárdeme, pero de usted, de la vida no!

Raya como una tea entonces su mirar.
Sus alas sin fin vibran en el aire como azote
Y hasta en el lecho en que me tiendo a estar,

Nosotros luchamos toda la noche.
Hasta que, vencido, inerme
Ante el esplendor de su cara,
Me postro de repente, y beso el suelo ante Él
Reconociendo su máscara.

Le rezo: "¡Dios mío, señor Coco, perdón!"
"¡Yo no soy digno de esta guerra!"
"¡Ahórreme su revelación!"
"¡Déjeme estar aquí, en la tierra!"

Cuando un súbito viraje
Me hace ver (¡Truco ya viejo!)
Que estoy frente al espejo,
Ante mi propia imagen.