sábado, 18 de enero de 2014

AUGUSTO ROA BASTOS





El beso de la estrella



Se ha dormido ya el mundo sobre un lecho de sombras,
y el azul es arriba como un prado que muestra
florecida en prodigio de un milagro divino
la flora rutilante de millares de estrellas.

Un vasto pentagrama es el silencio sonoro
donde escribe el Misterio, maravilloso esteta,
con claves de luceros y con signos de sombras
la vaga sinfonía de su gran voz eterna.

Ha llegado la noche, dulce amada, dejando
que el fulgor de la tarde con sus sombras se uniera.
El Universo entero es cámara suntuosa:
abajo todo sombras, arriba todo estrellas.

Solos los dos estamos con nuestro amor a solas,
reina mía, en el trono de esta noche serena;
ven más cerca que quiero poner sobre tu frente
la de versos y estrellas magnífica diadema.
Besaré yo tus rizos más suaves que el rayo
de la luna; a tu oído musitaré la trémula
melodía de amor que mi ser estremece
porque al fin en mis brazos dulcemente te duermas.

Contemplaré un instante tu faz transfigurada
y, luego, levemente, para que no lo sientas,
pondré sobre tus labios el alma, ya al partirme,
en el embrujo alado de un beso dado apenas.

Para que cuando luzca su clámide la Aurora,
le digas a su heraldo: "¡...Oh, alondra compañera,
báñame con las perlas de tu canto triunfante,

que esta noche, en mi sueño, me ha besado una estrella... !"

ELVIO ROMERO




Canto en el sur


Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos. 

Soy como tú,
de piel morena, oscura, oscura,
con estrellas heridas por adentro
y por fuera sudor, cáscara ruda.

Tengo la sangre hirviendo
como un sinuoso trueno derramado;
tengo las manos ásperas
como herramientas duras y soleadas;
tengo los ojos lúbricos
como lúbricas raíces.

Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.

Te vi ayer en el Norte;
vi en el Norte lo mismo, el mismo
y primario dolor sobre los cuerpos,
el aguardiente galopando a sorbos
y lo demás lo mismo: el mismo
brazo sudando a contraluz sangrienta,
el mayoral que brama entre los árboles,
los mismos ojos sin calor, la misma
temblorosa epilepsia del sudor,
los mismos exprimidos, los mismos coronados!

Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.

Soy como tú, 
la misma turbulencia contra el mismo espejismo,
idéntico remanso bajo la misma noche. 

Conservo el sortilegio
de estas zonas arbóreas que me cercan.
Tengo la risa ronca
y estas anchas tristezas. 

De piel morena, oscura,
pisando en el calor exasperado. 

De "Días roturados"




HERIB CAMPOS CERVERA




Huella de hombre
Hachero


I

En memoria de los Hijos de la selva
que agonizan y mueren en silencio en
el vasto imperio del Quebracho.

Este es Benigno Rojas: hijo y nieto de hacheros
y hachero él mismo. Viene de selvas torrenciales
y está como de paso frente a mí, porque siempre
camina hacia otras selvas cada vez más lejanas.

Lo veo marchar llevando sobre la cruz del hombro,
el fulminante símbolo de su poder: el hacha;
y siento que en su pulso rotundo le circula
-como en perpetuo flujo-, la fuerza y el coraje.

Es el Hachero. Viene de selvas torrenciales.
Su alzada poderosa recorta una silueta
de aborigen, tallada sobre un friso de piedra.

El instinto certero de vientos y de lluvias
le da esa taciturna sabiduría de anciano
y aunque apenas levanta dos décadas de vida,
sus experiencias llevan una herencia de siglos.

Es todo brazos. Tiene sobre el antiguo sitio
de la sonrisa, un tajo que le madura el gesto;
la frente toda: un amplio lugar de sufrimientos,
donde vidas y muertes libraron su batalla.

Sellado de miseria, lleva un sombrero roto
para cubrir el rudo tumulto de su pelo,
un recuerdo de viejas altanerías le sube
por el torrente ardido de la sangre, a los ojos.

II

Esta es la Selva. En ella su existencia se expande
hasta llenar sus densos dominios germinales.
Respira el sostenido perfume de las hojas
y en la solemne cúpula del aire mañanero
va eligiendo los cantos de pájaros amigos
que regirán la rítmica jornada de sus horas.

Y cuando en rojos círculos, los límites del día
despuntan, el hachero, poderoso de orgullo,
sacude la cabeza para alejar el sueño.

Cincuenta metros dentro de su reino, detiene
sus pasos e investiga con cauteloso atisbo
las invisibles huellas de las bestias nocturnas.

Cuando sus ojos cumplen la selección certera
del tronco favorable,
baja el hacha; se arranca los harapos del torso;
lubrica con saliva las palmas de las manos
y comienza su rito con taciturna furia.

Sube el hierro y de vuelta, su filo incandescente
con impacto tremendo se incrusta en la corteza.
Regresa diez, cien veces sobre la misma vértebra,
hasta que la garganta desgarrada se rinde
y entre un furor de gritos, se acuesta en la picada.

Luego vendrán, en lenta sucesión de torturas:
el corte de los brazos -la dulce cabellera
que en amistad de pájaros vivió quinientos años-,
y la final injuria de ser oreado al viento
su corazón sangrante, lampiño y desolado.

Después, lo que suceda ya no tendrá importancia:
viajar, quedarse quieto o arder, será lo mismo.
Ni las nubes del alba, ni pájaros, ni lluvias
recostarán su vuelo sobre la cruz difunta.

La selva castigada, se duele de sus llagas
petrificando el alma de sus hijos intactos.
A izquierda y a derecha de sus heridas, yacen
la sangre milenaria y el corazón constante,
con las venas abiertas y el canto sofocado.

El humus -que ha labrado la columna tranquila
del árbol y le ha dado su dulzura de sombras
(y que nunca, en mil años, descansó en su tarea
de levantar la lenta catedral de un quebracho)-,
llora, junto a las rojas cicatrices y tiende
sobre las venas rotas sus manos de substancias
para que en los futuros milenios no perezcan
los encendidos brotes que duermen bajo tierra.

III

Tras la blindada puerta duerme el Oro encerrado.
Lo guardan hombres duros, de corazón metálico,
más fríos que las hojas del hacha y más tenaces
que el músculo tenaz de los hacheros.

Infinitas planillas, con infinitos números,
tamizan el trabajo del Hachero de Bronce.
Drenan los calculistas la sangre peregrina,
hasta dejar un pálido puñado de centavos.
Abren, al fin, la puerta blindada y con sus garras
de pájaros nocturnos -como quien da la vida-,
su paga dan al hijo diurno de la Selva.

Después... Es el camino; los puertos; las nostalgias
de amor y la guitarra y el cuchillo y la caña.
Lento o precipitado rodaje hacia el agobio;
siempre es igual: un día, de nuevo hacia la noria;
el hacha compañera sobre la cruz del hombro
y un infinito sueño colgado de los párpados.

Y así una vida entera. Los hijos: con anemia;
la mujer: amarilla de pestes y fatigas
y él, en perpetuos trances de enganches y despidos.

IV

Y su final fue duro, como es duro el oficio;
como también es dura la materia que amasa
y es duro el hierro ciego del hacha compañera.

Ciertamente. Un domingo, en que iba de retorno
-con la noche ya entera tapando los caminos-,
vio cruzar un ardiente relámpago de acero.
Desde el costado izquierdo
bajó una catarata caliente y fragorosa
buscando el nivelado descanso de la tierra.

Vieja ley de cuchillos lo llamó por su nombre,
sin darle tiempo alguno para mirar el ceño
del que lo ató a la tierra del canto y del gusano.
Un eco, casi helado, de relinchos de potros
le fatigó un instante los tímpanos dormidos
y un silencio de tiempo sin voz le fue cayendo
sobre el cristal velado de los ojos.

Cuando quiso la mano dolerse de sí misma
y buscó asir el grito que se le estaba yendo,
sintió que le pesaba más que el hacha: la vida,
y que la cruz del hombro lloraba por marcharse.

Un sueño de guitarras, de puñales y música
le completó la muerte que ya llevaba dentro,
y entre la luz de sombras, de su fin reiterado,
sus turbios ojos vieron levantarse, muy lejos,
sobre un alto horizonte de oxidados contornos
una cruz de quebracho de brazos encendidos
-velando el firme sueño- y en ella, recostada,
-sosteniendo el sombrero y en actitud de espera-,
el hacha compañera de hazañoso recuerdo...



DELFINA ACOSTA




Ropaje



Es el mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Mi ocasión la tormenta y los relámpagos,
y es la montura de mi amor el viento.
No retorno: yo voy pues son mis pasos
como a la hierba la pasión del fuego.
Soy la bestia de larga cabellera
que lame la otra lengua que es el beso.
En la forma de piedra me hallo a gusto
porque es así tan duro mi silencio
que no lo vencerá el dolor del mundo,
ni del odio la gota de veneno.
Es el mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Brotaron en mis manos de agua sucia
las flores venenosas de estos versos.



NILA LÓPEZ

  


Los fuegos
encendidos



III

Muchacho nuevo,
si me dejaras cultivar también tu jardín
y obviaras preguntas biológicas.
Ven,
salgamos a la mañana,
salgamos a caminar
porque sí.
Este es nuestro tiempo.
Déjame contagiarte
esta terrible libertad
para apresar
lo inesperado.
Esta vez no se trata de entregarse
ni de medir la edad que sobra o falta.
Aquí no entran ni siquiera planes.
Y sin embargo estamos
encendidos,
extrañamente vivos.
 


JOSEFINA PLA




Amanecer

A Gastón Figueira


La mañana irisada, como fino cristal
se curvó sobre el ancho campo reverdeciente.
A la abismal succión del azul transparente,
agriétase la carne de un ansia germinal.

Y a la blondez purísima de su desnudez tierna,
la mísera corteza se nos cuartea en congoja,
y un sollozo nos sube desde la honda cisterna
en sombra donde el párpado su penitencia moja.

El dolor de las alas imposibles
nos curva más bajo el cansancio irredimible
que se adhiere a la carne dolorosa:
y en la punta de una hoja, radiante y temblorosa,
la
gota de rocío
nos finge aquella lágrima inefable
en que, por fin, pudiera el alma miserable
volcar la última gota amarga del hastío.