"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
martes, 17 de septiembre de 2019
ROBERTO AMÉZQUITA
quelarre
Y
durante esa noche de aquelarre
me dio por enloquecer a los dioses,
por persuadirles en alta voz y con rumores de espuma
saliendo, por la oscuridad cartilaginosa de la boca.
me dio por enloquecer a los dioses,
por persuadirles en alta voz y con rumores de espuma
saliendo, por la oscuridad cartilaginosa de la boca.
Enloquecer
durante la noche a los dioses,
a los de los cielos y a los de los infiernos,
a las deidades insólitas del espasmo.
a los de los cielos y a los de los infiernos,
a las deidades insólitas del espasmo.
Éste
es uno de los rumores del exilio,
una trepidante punzada de espanto,
la baja noche sin voces,
una trepidante punzada de espanto,
la baja noche sin voces,
tocarlo
al cielo
en su empuñadura de hojas que al descenso
llenan, la cavidad del caracol, de canto.
en su empuñadura de hojas que al descenso
llenan, la cavidad del caracol, de canto.
Quiere
volver a mí la lengua Enuma-elish,
puedo pronunciarla
ante las pupilas de los animales
pero no sé lo que digo sino el decir,
batiendo consonantes en el aire.
puedo pronunciarla
ante las pupilas de los animales
pero no sé lo que digo sino el decir,
batiendo consonantes en el aire.
La
luz abre los abismos en círculo
y el macho cabrío entrega cantos de mujer
vueltos palabra terrenalicia y sagrada.
y el macho cabrío entrega cantos de mujer
vueltos palabra terrenalicia y sagrada.
Durante
el aquelarre suspiro nombres indecibles
y el mundo de los árboles vuelve al mundo;
y la túnica, hecha del pulso de la nada,
seda corre,
bajo la verdad húmeda del polvo.
y el mundo de los árboles vuelve al mundo;
y la túnica, hecha del pulso de la nada,
seda corre,
bajo la verdad húmeda del polvo.
CLAUDIA MASIN
Leona
Nunca
fue el violador:
fue el hermano, perdido,
el compañero/gemelo cuya palma
tendría una línea de la vida idéntica a la/nuestra.
Adrienne Rich
fue el hermano, perdido,
el compañero/gemelo cuya palma
tendría una línea de la vida idéntica a la/nuestra.
Adrienne Rich
Las
mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aun así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que sea más fácil desangrarse que poder escapar.
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aun así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que sea más fácil desangrarse que poder escapar.
EMILCE STRUCCHI
IV
Cada
vez hay menos territorio para perpetuarse agua.
La
fura de mi carne bebió de un trago su hendidura densa
Anochece.
El
vacío me abruma los párpados.
A
media luz
presiento
lo que nunca acaricié
¿o
lo que no seré capaz de dar?
Hambrienta
ella
me confía que me mantendrá impura.
Entonces
la
mujer
insiste
anónima.
Arrasa
con
voracidad.
YEMIRA MAGUIÑA
Viaje resignado
Y
apacigüé momentos desgraciados de la infancia
en
una empolvada botellita de sillao
esos
sabores amargos se mezclaron con aquel color que lo empapa todo
y
me alejé
para
siempre
de
la ciudad desconsuelo
y
bajé los últimos pasos del recuerdo monstruoso
masticando
libido depresivo
y
dejé los diarios adolescentes para que envejezcan junto a los peluches, los
libros, las vidas, los cielos de aquella ciudad desconsuelo.
no
volteé jamás después de pasar por el último cementerio donde estaba ella y ella
y él
viajé
muchos años angustiosos
¿podré
volver la mirada ahora?
es
tonto discutir ya mi valía temporal
soy
un recuerdo marchito sin amistades ni lágrimas
la
ciudad desconsuelo es solo eso, desconsuelo.
MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK
El origen
Hay
días en los que estamos tan solos
contra
un dolor extraño que se nos hunde en los huesos,
acaso
como el de las espinas de un pez de jaspe
que
nadó en lo profundo hasta agotarse
o
las espinas de una rara flor que brilla
y
que pesa más combada por la lluvia.
Ahora
los pájaros enjuagan sus plumas en el agua,
sumergen
sus frágiles picos en el lodo
abren
sus ojos al relámpago
y
llevan algo de ese resplandor en el curso de su vuelo.
Entonces
sabremos que su trino será el último
y
que el musgo crecerá en la rama más delgada
y
los cipreses fundirán sus hojas con la niebla
hasta
ser una acuarela triste e imprecisa.
El
animal beberá los venenos de un estanque
en
los márgenes del bosque,
ya
no recordará el sabor del pasto que recién germina
y
en adelante vagará con extravío en la fatiga del pantano.
La
luna permanecerá oculta
en
el cenit durante una larga temporada.
En
esta época ya no habrá símbolo
que
entre ambos pueda pronunciarse
ni
gesto que alivie
lo
que desde hace mucho ya está predicho.
Hay
un día en el que le daremos un nombre perenne a la distancia,
cuando
entendamos el comienzo, la gravedad,
y
en la extensión del código toda su dinámica.
Oiremos
el fluir de una turbia brisa
que
proviene de un país cuya tierra cayó en el olvido,
porque
el canto de una sangre espesa
se
coaguló en los labios de sus habitantes
y
los nidos permanecieron vacíos de estaciones
hasta
que el propio sol abandonó la cara purísima del prado
y
pronto los caudales de los arroyos se desviaron
y
dejaron de llevar al mar
la
voz de la montaña.
Hay
días en los que estamos tan solos
contra
un dolor que se hunde hasta el fondo de los huesos,
mientras
el frío se cuece lento en los calderos,
y
los rescoldos y las cenizas se elevan con el viento
y nosotros cincelamos los rostros de los dioses en el aire
y nosotros cincelamos los rostros de los dioses en el aire
porque
únicamente aprendimos
a
tallar figuras
con
el humo
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