jueves, 28 de diciembre de 2017


JOSÉ KOZER


  

Principio último de realidad



El sol efectúa su ascenso esta mañana, dejadez, luz
            destituida, incombustible,
            con inusitada lentitud.

Es hora, no me muevo, el minutero avanza con retraso
            evidente, me imagino
            rumbo al cuarto de
            baño, si meo olerá a
            espárragos, a camomila
            quizás: reloj digital
            ejecuta sus pasos
            deteniéndose más de
            lo preciso en albercas
            de agua gris, carpas
            jadeantes, una golondrina
            todavía del atardecer de
            ayer procura alcanzar el
            campanario de aquel
            pueblo donde pasé tres
            veranos consecutivos,
            la cigüeña y la guadaña,
            la cigüeña empollando y
            la guadaña acechando:
            dio el reloj de la torre
            la una, su campanada
            duró varias horas. Hora
            tercera, relumbró la
            guadaña, al filo de la
            madrugada.

Tendría que dejar (jadeo, ligero) la cama, acercarme al
            fogón, prender la hornilla,
            poner a cocer tres huevos
            morados, aguardar de cinco
            a siete minutos, sentir el
            endurecimiento de las
            membranas. Aquel farruco
            que fui está hecho un
            guillote. Me desperezo,
            echado, un orzuelo
            incipiente, dolor en el
            rabillo del ojo derecho,
            ver el mundo a través
            de una cortina de
            infección (pus) la
            realidad es un pugilato
            que confunde al más
            pintado. Esforzarme,
            dejar la cama, preparar
            café, rellenar el tarro
            del azúcar prieta, poner
            los huevos a cocer (¿a
            qué viene esa sonrisa
            fullera?): estoy a la
            espera de algo grande
            a sabiendas de que la
            luz y el reloj, breves
            compases con retraso,
            a ojos vistas me señalan,
            con orzuelo y todo, mi
            desconchinflamiento.
            Un flato, una erupción,
            un peso mucilaginoso,
            y estoy frito.

Arte y parte soy de mi desconfiguración.

Primero el contorno, luego lo focal, lo último que se pierde
            es la facultad (visión)
            auditiva: atrás siguen
            las coyunturas (años y
            años descomponiéndose)
            por último la voluntad
            de ir a la cocina a
            constatar que quedan
            tres huevos, cazo, hornilla
            y ebullición.

Me quedo echado imaginando que he imaginado, y que hace
            rato la cigüeña parió
            heces, el sol se desfondó:
            de las tinieblas el reloj
            extrajo los números
            cuatro y cinco, yazgo,
            mandíbula desencajada,
            ojos de par en par, oigo
            (cenizas crepitar) letras
            (nueve) cincelar.



AGUSTÍN MAZZINI




El perfume de la flor tatuada

A Juli Rey Meyer



Con dos alas tatuadas en la espalda y un perfume
que detiene el paisaje y lo hace
caer, pétalo a pétalo,
como un secreto revelado de a poco,
las nubes son de espuma de cerveza
y hay quemaduras de tabaco
por el cielo que arrastra esa mujer.

Ella sucede cuando el día es una mancha roja y amarilla,
una hoguera a medio apagarse donde pasta el murmullo
(y doy mi sed de beber a los mendigos
y los enfermos de amor se clavan espinas en sus soles;
y los árboles son pedazos gigantes de futura madera,
y las palomas aletean en las ventanillas de los autos).

Viejas bocas montadas en un burro que viene
del pasado traen hambre; historias de hambre, amores
de hambre, hambre de hambre y la ausencia
es un ángel débil con la voz de Julia.

Después de esto,
ella al fin se convierte en un violín desafinado
que me golpea en la cabeza para dejar
huellas dentro de los bosques de la imaginación,
cerca de lo gris de una tarde de jueves o de agosto,
cerca del vidrio de un quiosco donde la lluvia trata de entrar.




GERARDO FLORES




IV



No habla, la mirada lo pierde todo.
Las manos enrojecen con cada latido,
rojo y más rojo;
la luna roja, el cielo rojo.
El corazón negro hace que todo explote
en diminutas brasas de fuego.
Entonces el odio nace,
la ira anda a tientas
y la muerte ya sabe su camino.


De: “Passionaria”



ANDRÉS TRAPIELLO




Monólogo



Como una niña habla para sí
misma, sentada sola al tocador
de su madre, con rouge en las mejillas.
Habla de aquel que la amará y llora
de contento, a pesar del maquillaje
excesivo. Las lágrimas le anuncian
un ángel, pero también la muerte
que ella ignora, aturdida en esas sedas.
El ruido del cepillo en el cristal
le asusta de repente.
Levanta su mirada hasta el espejo
y se contempla en unos ojos que son suyos,
pero después de muchos años.


De: "Las tradiciones"


MARGARITO CUÉLLAR




El gancho



ese garfio confuso que atraviesa el pasillo del camión
y anda por la ciudad cual bulto que no alcanzó a nacer
sostiene en sus instintos la esperanza
existe porque el azar encuentra la forma de ganarse la vida
sostenga en su artificio de metal
el traje para el novio de una pariente rica
o una bolsa de chicles
su biografía conserva un motivo de asombro
pero no ilusionarse
los ganchos de los pobres son muñones del diablo
su oficio es el barullo de los cines
pasillos con olor a nicotina
cárceles atestadas de borrachos
ese gancho
se resiste a morir de oxidación
la rama que sostiene su renga humanidad
creyó un día florecer
a la salud de cinco dedos felices
pero no
seca como una mariposa o un colibrí en un frasco de alcohol
su destino
es arrastrar el aliento de su mantenedor
desde el filo único de su mano



MAYRA OYUELA




Vehemencia



Beso el pavimento de las suelas puestas
en pies que nunca calzaré,
Me dejo poseer y sin miedo al poema esclavo de mi verdad
robo designios de bocas fugaces en mis recuerdos.

Ah! patria de estambres eléctricos,
paroxismo en las retóricas de mi yo.
Me quito el velo de los pulmones para respirar
un aire de anzuelos
tras las orillas de otras patrias,
en otros ojos que no sean los mismos de las tardes
en que cierro puertas
y me atraganto el alma con llaves de desconocidos.
Mitómana me ha vuelto la poesía
sin que ella padezca de esos espejismos.
Indago en plazas ajenas, 
edificios para el trapecio de los ojos.
Nunca temo hablar de mi inocua sustancia de verbos,
diabólica es la eficacia con que enamoro a los perros,
los domingos soy adversaria de la multitud.
Por mi lengua transitan
dudosos protagonistas,
dactilares salpicados en labios que jamás pronunciaré,
y a pesar de un fuego que me arde intrínsecamente                 
converso el poema,
soy una gigante compuesta de huellas,
de merodeadores,
de capitanes bravos que apuntan con su látigo
a mi preñez pálida de esclavitud.