sábado, 18 de febrero de 2017


CINTIO VITIER




Faltabas tú, poeta. La injusticia...

                                                      Para Antonio Guerrero



Faltabas tú, poeta. La injusticia
no podía omitirte en su venganza:
ella sabe con lúcida impudicia
lo que el amor a la belleza alcanza.

Mas no le importa. Su misión inicia
creyendo que encadena la esperanza,
que prostituye el verbo a la avaricia,
que entrega a mercaderes la balanza.

Tú en cambio tienes la risa de tu hijo,
la fuerza de tu madre, la palabra
del que por siempre a los cubanos dijo:

Solo será posible lo imposible.
Salud, Antonio. Tu alegato labra
la estrofa de los cinco, ya invencible.


28 de diciembre del 2001

 


JENARO TALENS




Monólogo en Colfax Avenue



Estas palabras que te escribo
piensan de modo diferente
y en otras cosas que no son tú y yo.
Pero es difícil rehuirlas. Vienen
para negarme la mudez, ser carne,
aún sabiéndose infieles
porque no son espejos, ni conocen
el temblor que te invade cuando duermes
desnuda junto a mí. No sé decirlo
y, sin embargo, ellas acuden siempre
y te acarician. Las palabras son
mi forma de estar solo y ofrecerte
una pequeña sensación, un gesto
sin importancia. Tómalas. No mienten.
Son como son. No buscan la agonía,
pero tampoco eluden convertirse en muerte,
dar testimonio sin venir a mí,
ser ellas mismas aunque yo las niegue.
Si mis palabras no hablan del amor, es sólo
porque piensan de modo diferente.


De: "Tabula rasa"


JOSÉ ÁNGEL VALENTE




El deseo era un punto inmóvil...



Los cuerpos se quedaban del lado solitario del amor
como si uno a otro se negasen sin negar el deseo
y en esa negación un nudo más fuerte que ellos mismos
indefinidamente los uniera.

¿Qué sabían los ojos y las manos,
qué sabía la piel, qué retenía un cuerpo
de la respiración del otro, quién hacía nacer
aquella lenta luz inmóvil
como única forma del deseo?



CÉSAR ANTONIO MOLINA





La soufrière



Sacudidas.
Rocas y cenizas desde la pasada madrugada.
El lodo hirviente. La caldera. El mar.
El sueño en la agonía de los espejos estrellados,
de las velas fracturadas hasta las primeras horas de la tarde.
El rumor de labios cobijados
sin saber a quién besar en este mes de despedidas.
y pronto la lluvia, el viento, el granizo sacudido
como un grano en los cráteres de nuestras casas barrenadas.
Hasta cien metros de altura el vuelo del pichón,
el resplandor herido en las cenizas.
Y ya el invierno arreciado por fumarolas.
Y las palabras acompañadas de lodo hirviendo
en los surcos abandonados de ríos apagados.
Y las citanias de nuevo abiertas a las velas.
Y los géiseres iluminados como fuentes de colores.
Y la salida del vapor que se perfila con la urgencia de un correo nocturno.

 

CARLOS BARRAL





Prosa para un fin de capítulo



Nuestras caras ahora,
según me vuelvo hacia ti desde el pie de la cama
y despuntan tus ojos
sobre la cumbre de tus rodillas abrazadas,
repiten una historia en que no entramos
sino con mucha aplicación.
                                               No basta

que tú sonrías
casi en un gris del cine, componiendo
anticipadamente tu recuerdo y ruedes
mejor que otros lo harían tu secuencia
tierna y salvaje, y tan banal, que escupen
sin tu permiso los espejos,

                                                mientras
las obediencias de mi mano palpan
la barra de metal como quien quiere
guardar su tacto cómplice,
                                               ex profeso
de escamoso oropel,
                                   cuando de veras
soy consciente del ritmo de las gotas,
miro las grecas del papel pintado,
sigo la curva noble de la sábana
que se diría atornillada;
                                         y cuando
eres de nuevo tú,
                               con qué distancia
te contemplo ya través
de qué lente invertida
                                        -transparentes
de vidriada memoria-
                                       me detengo

en las rodillas que te escudan, juntas,
casi tiros de piedra amaestrada,
o animales heráldicos, lechuzas
de capitel,
con un ojo sin sueño y de amenaza.

Tus rodillas
que son tal vez hermosas, pero un género
en este instante de rigor, y un signo
que los pliegues por dentro multiplican:

Hueso a hueso, dobladas como ahora
pero en ángulo oblicuo las rodillas
de plumaje metálico, insolentes,
desde el crujiente cuero de los bares,
cuando la luz vacila y tintinean
las puertas empujadas con torpeza,

o al fondo del salón, en sus extremos
vagos,
con reflejos azules de armadura,
que parecen cautivas y se cruzan
como manos nerviosas y taladran
las Voces y la sombra hasta quedarse
pintadas en el Vaso que inclinaba,

o de luciente piedra en el desnudo
hermético a la orilla de un mar triste
con pelícanos blancos en las ramas,
o de arcilla arañada y como escrita
en una lengua familiar, quién sabe
si en un parque enjaulado y ya lejano

y en las salas de espera, y en los ojos
turbios de colegial, cuando se abrían
las portezuelas de los taxis, mientras
transcurren los minutos y los años
de penitencia nacional, los días
de enrejados y misas con banderas

y en la escuela o las cárceles las voces
se acordan vigiladas y miramos
la rodilla flexible bajo el yeso
celeste, apenas duro y transparente,
y que tiembla nerviosa en el continuo
crujir de escamas del reptil horrible.

Igual que las rodillas
                                      (a pesar
de este muro de exvotos soy tu público)
ágiles de jinete e inocentes
que trajiste dormidas a esta prueba
de tu modo de ser según modelos
y debieran temblar al aire libre
y en encuentros sin luna ni preguntas,
exentas de tu estatua, divididas
por la imperiosa bestia de tus años.

¿Quiénes hemos hablado y qué hemos hecho
-otros- en esta cama? ¿Para quiénes
escribes esta página ilustrada
con cuerpo tan gracioso y tan ajeno?

No pasaré de tus rodillas.
                                             Debo
cumplir con mi deber y sonreírte,
mirando de soslayo la cortina
para ver si Tiresias nos observa,
separarme despacio, detenerme
aún más desnudo ante el reloj, ponérmelo,

y encender sin placer un cigarrillo.

CARLOS PENELAS




Ahora la luz...



Ahora la luz, la claridad del cielo.
Lo que sobrevive de lo sagrado
bajo la noche estrellada.
Esta intacto el secreto que sorprende la aurora,
la azada y el arado que mis abuelos asían
como palmas triunfales.
Aquellos campesinos
irremediablemente solitarios
en bosques devastados
renacen en la llama del poema
entre la indiferencia y la congoja.
Solo ellos protegen mi espíritu,
el corazón disperso, los ángeles ausentes.
Vivo en tanta iniquidad
que solo soy libre en el ensueño.