domingo, 19 de junio de 2022


 

LUDWIG SAAVEDRA

 

 

A mi Padre


 

Los más bellos poemas son nada
frente al mar
o el dolor de mi padre
Este poema no sosiega un ápice
Tan ínfimo es ante el concierto de las olas
O lo hondo de su mirar
Lo ígneo en ti es lo ígneo en mi le digo
¿Qué otra cosa podemos hacer?
¿sino arder
incendiar el mundo la memoria
en nuestro rodar?
Mirar atentamente poeta el mar nocturno
Percibir sutil desolación desenvolviéndose para ti
más real que una herida
y sin embargo una alucinación
(El reflejo de la ciudad sobre el mar es más real que la ciudad)
El concho luego de sorber un solo de Rollins

Oh Sonny Rollins en el malecón de Chorrillos
Catarsis
invocación
brezo
palma
Cerezo de trémula respiración
descarga
rompeola
meditación.
 

 
De: “Los Arrecifes”

 

GIUSEPPE UNGARETTI


 

Condena

 


Como la áspera piedra del volcán,
como la piedra pulida del torrente,
como la noche sola y desnuda,
alma como honda y con terrores
¿Por qué no te recoge
la mano firme del Señor?

Este alma
que sabe las vanidades del corazón
y sabe pérfidas sus tentaciones,
y del mundo conoce la medida,
y los planes de nuestra mente
considera minucias,
¿por qué no puede soportar
más que arrebatos terrenos?

Tú no me miras ya, Señor…
Y no busco sino olvido
en la ceguedad de la carne.

  

Versión de Jesús López Pacheco

 

 

JHAVIER ROMERO

 

 

Aeropuerto I

                                                              A Antoine Cassar.

(La Chiva Parrandera)

 

A través de la ventana del metrobús

vi pasar una “chiva parrandera”.

Trata de imaginar

un autobús como una enorme muda de escarabajo.

Visualiza que dentro del caparazón vacío y fosforescente

hay veinticinco cuerpos que interpretan en cámara lenta

una versión desvirtuada de alguna danza acrobática del lejano oriente;

una coreografía de Butoh con tragos de tequila,

vasos de ron y margaritas.

Ahora trata de imaginar “la chiva”

en el pico del tráfico de una ciudad invertebrada.

 

En el aeropuerto de Schiphol,

mi mochila despertó las suspicacias de los aduaneros.

El escáner reveló una mancha inusual en el interior de la bolsa.

“Son libros”, dije.

“¿Eres musulmán?”, me respondieron.

Quise contestar que no, pero en lugar de eso respondí:

“¿Qué importa la religión?”.

“¿De la India?”, me preguntaron,

quise responder que no,

pero me puse a pensar en mi bisabuela de Bengala

con su zari rojo,

que la hacía ver como una guacamaya de piedras preciosas

revoloteando en el claroscuro de su jardín de cactus;

en mi bisabuelo que leía El Ramayana en la posición del loto,

en el crepitar del Roti cuando se quiebra entre mis manos

como un corazón demasiado joven,

y en los muchachos hindúes que venden sábanas y perfumes

y caminan todo el día por veredas inhóspitas

y que al cruzarse conmigo me saludan en árabe o en hindi.

“Soy panameño”, contesté al final.

Y el aduanero preguntó si yo sabía de los buses discotecas

que circulan por ciudad de Panamá,

que era lo más increíble

que unos amigos de él habían experimentado en Latinoamérica.

“La chiva parrandera”,

le lancé en español.

“Sí, eso”.

Y continuó moviendo los labios

como un actor de cine mudo,

mientras sus dedos como animales ciegos

se perdían entre mis libros.

 

Yo solo pensaba en que faltaba poco

para mi próximo abordaje,

que por esa vez no podría ver mi reflejo con semblante de época

en las aguas del Herengracht;

que en ese momento, en la casa de Rembrandt,

frente a los cuadros inmortales,

alguien lloraría al descubrir

que la belleza es sobre todo oscuridad

en la que se condensa un resplandor enfermo.

 

 

 

HUGO BALL

 

  

La tentación de San Antonio

 

 

Los nervios de mi cuerpo se alzan como campos de espinas,

Campos sangrantes de lapas y zarzas de nudos.

Mi médula entona una misa roja de efebos tonos de fístula.

En el canal de mi médula borbotan deslaves de cerros y piedras inquietas.

Mi cabeza cuelga hacia adelante llena de sangre.

Ralo cabello verde sabandija sobre el cráneo se elonga.

Muros torcidos, casas torcidas.

Hordas de tábanos silban y destellan por el cuarto.

Los muros recibieron las pústulas y se desmenuzan.

Doctores con altos gorros rodean la enfermedad y la cubren con vendajes.

Ocho yardas sobre la puerta está el fantasma de la peste con cascabeles.

Tomo impulso para el golpe. ¡Ayuda! No ablanda. Una nube amarilla.

Gritos al cielo. ¡Demencia! ¡Demencia!

Vuelan ciudades escarlatina. Verdes oasis. Hilos de luz. Soles de negro traqueteo.

El suelo vibra. Se hunde una cubierta verde.

»¡Ahí está él!« Me amordazan, muecas de negro, rodilla en mi peritoneo.

Cuerpos humanos, apretados sobre el suelo, huyen y saltan

Desnudos y enérgicos, con vibrante contoneo de sierpe en los pasillos.

Un silbido de cien mil sirenas de vapor brama sobre los puertos.

Tipos con varas de bambú sobre y a través de plazas y torres.

Desbandadas. Machacones. El aire supura. Revienta la luz. Estrellas fijas perdidas en cuarteles.

Y siempre el golpear de los gritos, desde abajo, como de calderas infernales.

Y siempre el verdigrana, rubíamarillo estruendo en zigzag voluptuoso.

Mis manos rebeldes se aferran a una columna del templo.

Alguien vocifera: ¡Obscenidad! Otros saltan de la sien de las ventanas.

El estallido desgarra ciudades enteras. Los monjes budistas en sillas de loto,

arriba a la izquierda, regordetes e hinchados, abuelos de la apatía,

Ríen y se abanican y giran la panza, aquí y allá con manos castigadas

y estallan de alegría craneal llena de arrugas.  

 


GERARDO RODRÍGUEZ SALAS

 

 

Palabras de papel

 


Busco palabras,
nombrar este dolor
que se despeña
por un catálogo de voces mudas,
sentimientos de aceite que flotan en el agua
podrida que me anega.

Busco palabras,
nombrar la mariposa
que vuela lejos, lejos de estas páginas
reales y eruditas,
frías como el papel
que me hace cortes en los dedos.

Busco palabras que te invoquen,
palabras que
huelan a ti,
suenen a ti,
sepan a ti,
pero las letras se hacen humo
y el fuego quema tanto
que no sé si la bruja que crepita
tendrá tu rostro
o el mío.

 

 

 

LUIS DE CAMÕES

 

 

El vaso reluciente y cristalino

 

 

El vaso reluciente y cristalino,
de ángeles agua clara y olorosa,
de blanca seda ornado y fresca rosa,
ligado con cabellos de oro fino,

bien claro parecía el don divino
labrado por la mano artificiosa
de aquella blanca ninfa, graciosa
más que el rubio lucero matutino.

raxado de los blancos miembros bellos,
y en el agua vuestra ánima pura.

Son las prisiones y la ligadura
con que mi libertad fue asida dellos