jueves, 7 de agosto de 2014

EMILIO PRADOS




Cantar triste

 

Yo no quería,
no quería haber nacido.

Me senté junto a la fuente
mirando la tarde nueva...

El agua brotaba, lenta.
No quería haber nacido.

Me fui bajo la alameda
a ocultarme en su tristeza.

El viento lloraba en ella.
No quería haber nacido.

Me recliné en una piedra,
por ver la primera estrella...

¡Bella lágrima de estío!
No quería haber nacido.

Me dormí bajo la luna.
¡Qué fina luz de cuchillo!

Me levanté de mi pena...

 

(Ya estaba en el sueño hundido).

 

Yo no quería,
no quería haber nacido.

 

 

FEDERICO GARCÍA LORCA


 

Adelina, de paseo

 

la mar no tiene naranjas,
ni Sevilla tiene amor.
Morena, qué luz de fuego.
Préstame tu quitasol.

Me pondrá la carne verde
-zumo de lima y limón-,
tus palabras -pececillos-
nadarán alrededor.

La mar no tiene naranjas.
¡Ay!, amor.
¡Ni Sevilla tiene amor!

 

 

DÁMASO ALONSO


 

¿Cómo era?

 
                      ¿Cómo era Dios mío, cómo era?
                                           Juan Ramón Jiménez

 

 

La puerta franca.
                        Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.

No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma, ni en la forma cabe.

Lengua, barro mortal, cincel inepto
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boda,

y canta mansamente, humildemente,
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras Ella me llena el alma toda.





 

JUAN JOSÉ DOMENCHINA


 
 

Doncel póstumo

 
 
Caliente amarillo: luto
de la faz desencajada;
contraluz que atributo
y auge de presunta nada,
¡muerte! Por la hundida ojera
se asoma la calavera,
ojo avizor de un secreto
que estudia bajo la piel
su salida de doncel
póstumo: don de esqueleto.

 

 

VICENTE ALEIXANDRE


 

Criaturas en la aurora



Vosotros conocisteis la generosa luz de la inocencia.
Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana
el último, el pálido eco de la postrer estrella.
Bebisteis ese cristalino fulgor,
que con una mano purísima
dice adiós a los hombres detrás de la fantástica
                                                 presencia montañosa.
Bajo el azul naciente,
entre las luces nuevas, entre los puros céfiros primeros,
que vencían a fuerza de -candor a la noche,
amanecisteis cada día, porque cada día la túnica casi
                                                                        húmeda
se desgarraba virginalmente para amaros,
desnuda, pura, inviolada.
Aparecisteis entre la suavidad de las laderas,
donde la hierba apacible ha recibido eternamente el
                                          beso instantáneo de la luna.
Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido
que se siente inefable más allá de su misma apariencia.
La música de los ríos, la quietud de las alas,
esas plumas que todavía con el recuerdo del día se
                     plegaron para el amor como para el sueño,
entonaban su quietísimo éxtasis
bajo el mágico soplo de la luz,
luna ferviente que aparecida en el cielo
parece ignorar su efímero destino transparente.
La melancólica inclinación de los montes
no significaba el arrepentimiento terreno
ante la inevitable mutación de las horas:
era más bien la tersura, la mórbida superficie del mundo
que ofrecía su curva como un seno hechizado.
Allí vivisteis. Allí cada día presenciasteis la tierra,
la luz, el calor, el sondear lentísimo
de los rayos celestes que adivinaban las formas,
que palpaban tiernamente las laderas, los valles,
los ríos con su ya casi brillante espada solar,
acero vívido que guarda aún, sin lágrimas, la amarillez
                                                                        tan íntima,
la plateada faz de la luna retenida en sus ondas.
Allí nacían cada mañana los pájaros,
sorprendentes, novísimos, vividores, celestes.
Las lenguas de la inocencia
no decían palabras:
entre las ramas de los altos álamos blancos
sonaban casi también vegetales, como el soplo en las
                                                                         frondas.

 

¡Pájaros de la dicha inicial, que se abrían
estrenando sus alas, sin perder la gota virginal del rocío!
Las flores salpicadas, las apenas brillantes florecillas del
                                                                            soto,
eran blandas, sin grito, a vuestras plantas desnudas.
Yo os vi, os presentí, cuando el perfume invisible
besaba vuestros pies, insensibles al beso.
¡No crueles: dichosos! En las cabezas desnudas
brillaban acaso las hojas iluminadas del alba.
Vuestra frente se hería, ella misma, contra los rayos
                                             dorados, recientes, de la vida,
del sol, del amor, del silencio bellísimo.
No había lluvia, pero unos dulces brazos
parecían presidir a los aires,
y vuestros cabellos sentían su hechicera presencia,
mientras decíais palabras a las que el sol naciente daba
                                                                magia de plumas.
No, no es ahora, cuando la noche va cayendo,
también con la misma dulzura pero con un levísimo
                                                                  vapor de ceniza,
cuando yo correré tras vuestras sombras amadas.
Lejos están las inmarchitas horas matinales,
imagen feliz de la aurora impaciente,
tierno nacimiento de la dicha en los labios,
en los seres vivísimos que yo amé en vuestras márgenes.
El placer no tomaba el temeroso nombre de placer,
ni el turbio espesor de los bosques hendidos,
sino la embriagadora nitidez de las cañadas abiertas
donde la luz se desliza con sencillez de pájaro.
Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales
de un mundo virginal que diariamente se repetía
cuando la vida sonaba en las gargantas felices
de las aves, los ríos, los aires y los hombres.
 

 

LUIS CERNUDA





Deseo


Por el campo tranquilo de septiembre,
del álamo amarillo alguna hoja,
como una estrella rota,
girando al suelo viene.

Si así el alma inconsciente,
Señor de las estrellas y las hojas,
fuese, encendida sombra,
de la vida a la muerte.