miércoles, 29 de marzo de 2017


VICENTE QUIRARTE




La piel del mar



I

Por mano de varón, sus maravillas.
Los músculos de un hombre levantaron
sus cumbres y sus puentes;
le tensaron la piel sobre los huesos,
la pulieron a fondo entre los muslos,
dura y terrible y nimia en los pezones.
Del talento de un hombre la sustancia
que lubricó su entraña.
Y al final de la hechura,
la mano de varón abrió la herida
que a un tiempo da la luz y trae la muerte.

A tanta perfección, puerta cerrada.
Fue mano de mujer, la curadora.
De sudor de mujer, la aguja de diamante;
de su saliva, el hilo en nudos ciegos;
de sus aceites íntimos, el bálsamo
que extinguió los dolores del naciente.
Con nombre de mujer nació la lluvia.


II

La memoria es un barco de papel
donde puedes guardar una ballena.
Armado en astilleros del pupitre,
lo doblan manos frescas de muchacha,
navega sin que nadie lo bautice
y resiste las peores marejadas.

Con su velamen de papel periódico
y sus jarcias de tinta,
se embriaga como barco adolescente
o asesina gaviotas
como el viejo marino que navega sin rumbo.
Cuídalo del naufragio y no lo turbes:
ese barco navega por los sueños
y si tú lo despiertas
nadie sabrá qué hacer con su locura


III

                             A Ximena Amescua Cuenca

Bienaventurada la mujer que mire una ballena,
la aleta prodigiosa
que es en verdad tan fina,
tan poblada de huesos y tejidos
como los largos muslos
de las hembras terrestres.
Bienaventurada la que sienta,
en la ballena que emerge en pos de aire,
el pulmón de la vida,
el fuelle gigantesco de esa vaca profunda
que igual a las mujeres de la tierra,
siente crecer su cuerpo
y canta las canciones de cuna del nonato.
Bienaventurada quien escuche
el ronco ritual del macho
en vigilia de amores, mar adentro,
y los violines niños del cachorro
afinar el silencio en la bahía.
Bienaventurada la mujer
que en la lengua pulse la sal de la mañana
y ante sus ojos pase
un coro de ballenas con sus nuevos infantes,
grávidas las hembras,
orgulloso el varón de la manada.
Bienaventurada aquella
que al tiempo que su vientre se ilumine,
en el aire que bebe reconozca
que ella también va llena
y es criatura dilecta de los mares,
donde nació su historia.



ENRIQUE CASARAVILLA LEMOS




Carne que es pecado, engaño,
Torbellino...



Entrar en la existencia es el pecado
primero y repetido
que debió haber quedado
sin acción, sin intento en el arcano...

—Lo que hubiera podido
quizá, acaso, no haber acontecido.

Que el puño del viento no debió impedir
o que jamás de antiguo
obre alargada sombra debió haber empezado…

Pero —ah, duelo y desgracia— se diría
que hasta el árbol quisiera entrar en nuestra
existencia extrañísima,
rarísima.

El árbol
quisiera hacer algo; el árbol quisiera
moverse...

tal vez
bailar,
y a nuestra mascarada pobre unirse;
el árbol ¡ay! quisiera cometer
un crimen...


GUILLERMO FERNÁNDEZ




Esquema de viaje (II)



Entre nadie, la playa silenciosa
de una eternidad blanca.

Tiene que ser:
lo que se inventa, acecha y busca.

En los ojos está la noche
anticipando el viaje más hondo.

Tiene que ser.


De: “La palabra a solas”



MARIA ELVIRA LACACI

  


Ropa tendida



Ha cesado la nieve, la pertinaz llovizna de estos días.
El sol
se extiende larga y perezosamente
sobre las negras charcas del suburbio.
El cielo luce azul. El aire es fuerte
y sacude
los miles de banderas, de banderas de paz,
que en cada esquina, cada rincón, pared de casa ajena,
han colocado todos los vecinos.
Los vecinos que habitan
bajo un techo menor
que una sábana abierta y extendida.



CESAR MORO

  


Temprano aún



Se subraya montaña las otras palabras tienen agua
Así efemérides abuelo cama bondad
Hay que señalar los ojos de silla
Los tallos de dormir
La sangre de meditar
La postura final del postulante
Cuando ladrando a los vientos erguidos
Miente con todo su cuerpo
Pálida ventana apuntalada sobre diezmos de abismo

Cubrir el cielo de lentejuelas no fue
El asunto pactado
Tuvo sombras heridas hasta el corazón
Creciendo por su temporada
En jaula ambarina
Vivacidades que se hielan en sueños

Ahí salgo


GONZALO ROJAS





Encuentro con el ánfora

A Hilda, que la vio conmigo en Nanking



Esta línea empieza con la filmación de esa navaja
de siete filos que bailaba como una diosa
de mármol en un mercado de la última
de las Babilonias; la recogí
entre los desperdicios del sueño, la arrullé
como a una paloma del Tigris, estaba sucia
y la lavé con mis besos.

Perdí a la sinuosa por mucho tiempo, nací de nuevo varias
veces
en ese plazo, la busqué donde pude
más allá de todas las puertas, desde la Roma
del Imperio hasta el cielo convulso
de New York; volví entonces al Asia
por el Yang-Tzé, tan despierto
como para verla ahora, verla de veras:
¿dónde
sino en ese suntuoso Nanking
de un hotel perdido, liviana en la pureza
de su lascivia, profunda
en el frescor de su aceite de bronce,
dinástica en la proporción aérea
de la luz de Han, dónde sino ahí
podía estar,
ahí,
a mis ojos,
la velocísima
en su inmovilidad, la etrusca riente
invasora en su fragancia natural,
cegadora,
ciega
en su equilibrio, bajo el disfraz
secreto
del ánfora?

Anagnórisis no es aleluya sino infinita
pérdida del hallazgo: adiós,
desperdicio: adiós,
encanto encantante.
Cámara
para clausurar la escena.