jueves, 7 de noviembre de 2019


FERNANDO FERREIRA DE LOANDA





Para Jorge Guillén



¿En qué calendario está la fecha de mi muerte,
qué carta de amigo la detalló, imprevista
bajo el impacto del miedo o consciente del fin?

Inventamos palabras para justificar emociones
suscitadas y las sentimos y vivimos a través
de las que incorporamos a nuestro vocabulario.

El sol no nace ni se pone.



1980



MARCO ANTONIO MONTES DE OCA





Otra naturaleza



Pasa de largo
El verdor vertiginoso
Ni con mi máscara de luna llena
Se da cuenta de que existo.

De: "Se llama como quieras"


ANA AJMÁTOVA






La mujer de Lot



Y el hombre justo acompañó al luminoso agente de Dios
por una montaña negra, siguiendo su huella,
mientras una voz incansable acosaba a la mujer:
—No es demasiado tarde, aun puedes mirar hacia atrás.

Hacia las torres rojas de tu Sodoma nativa,
al patio donde una vez cantaste, al pabellón para hilar,
a las ventanas de la enorme casa
donde la descendencia santificó tu lecho conyugal.

Una sola mirada: súbita punzada de dolor
en sus ojos, antes de poder emitir cualquier sonido.
Su cuerpo se derritió en sal transparente
y sus ligeras piernas claváronse en la tierra.

¿Quién penará por esta mujer? ¿No le resulta
de sobra insignificante a nuestra incumbencia?
Incluso así, nunca la negaré en mi corazón,
ella que murió porque eligió volverse.


(1922-24)


ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN


  


De la inutilidad de conspirar



Afrontar el desastre con los sueños
Halcones remachados a los guantes volatería
de los cuadros de género alas en las vitrinas
emplomadas
             (Campo interior Alondras recordadas en el alba
             bajando de luchar del Guadarrama)
Patetismo
de las momias rezando en los estantes
la sorda letanía de la guerra
del impudor de unos y las ganas
de morir o matar de las milicias
Aún están rodeando al viejo pulcro
al librero de viejo
ante los anaqueles abrasados de polvo
acariciando con manos temblorosas los libros de botánica
las mostrencas teorías de Kirotkin
bajo la sucia luz de una bombilla
                                                        Historia
ya tapiada viejo tiempo maldito
con interrogatorios a las sombras
Dado caído inexorablemente
pese al Gobierno de Negrín los tanques recienhechos en Jarkov
los consulados del alcohol en el Hotel Florida
el imbatido amor a la verdad
                                                   y de este modo
el invisible mago de los libros
el hombre de las trenzas conservadas en talco
recibe cada tarde las visitas sonámbulas de los viejos repúblicos
de las muchachas de las sindicales
mansamente vestidas ahora de marrón Y se intenta
remover la vergüenza Se convocan en sueños
las cohortes brutales de los senegaleses
en las pocilgas de Argèles
el culo al viento los torrentes
de lágrimas inútiles
mientras la historia de los hombres sigue
ante sus ojos congelados.


De: "Pautas para conjurados"


MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK





El jardín imaginario 

«El serafín
quería
las llaves
del suelo».
Diana Morán



El cocuyo se posa sobre una mimosa sensitiva
y su esencia sigue siendo tan ligera
que no se cierra al tacto el tímido reflejo de las hojas
y sus corazones son más verdes todavía
que la ternura de la hierba que nace luego de la lluvia,
aunque los cactus no resistieron la húmeda neblina ni el sereno
porque el trópico no perdona el dolor de las espinas.

Y ahí está: la flor que dicen que no es una flor
sino una paloma que se alza en vuelo
cuando no hay nadie que la mira,
cuando el rocío sigue siendo un racimo transparente
y el musgo es la calma que brota
y que crece encima de las horas.

En medio del sendero hay un hombre que deambula
atrapado en la geometría que poseen las begonias
o midiendo la blancura en el pétalo del lirio
o la precisión del idioma que inventaron las cigarras.
Su única posesión es el polen que lleva entre las manos,
carece de voz y no posee nombre alguno,
pues las raíces fueron tomando su memoria
y la llevaron hasta su reino subterráneo.

Bien podría ser un ángel, un lejano compañero de los dioses,
que ha olvidado dónde queda el cielo
y que ahora es solo un prisionero,
cautivo para siempre de las flores


SILVIA EUGENIA CASTILLERO




  
El buitre



Está enjuto y comprimido, calvo de tanto encierro. Todavía conserva su capa negra bordeada de armiño y su mirar penetrante, pero la vejez se advierte en su piel, plegada en sí misma sin poder ceñir el gran volumen de antes. En su celda hay unos cuantos troncos que simulan un banco; ahí trepa y permanece con su espinazo cada vez más doblado. Aún percibe las corrientes de aire, despliega sus alas y vuela como lo hacía en tiempo de hazañas, cuando se abandonaba a las columnas de viento cálido agitadas entre las rocas, hasta ascender muy alto en espiral. Pronto estrella su cuerpo desplumado contra los barrotes y el ímpetu cesa. Los guardias acuden a causa del ruido, él retrocede, se finge minúsculo y esconde su corvo y filoso pico. Se ha vuelto temeroso, lento y opaco en sus furores. Desde su captura le suspendieron la carne para volverlo prudente, su palidez de vegetariano le da aspecto débil, parece un cuervo melancólico perchado de un árbol seco.