El jardín imaginario
«El
serafín
quería
las
llaves
del
suelo».
Diana
Morán
El
cocuyo se posa sobre una mimosa sensitiva
y
su esencia sigue siendo tan ligera
que
no se cierra al tacto el tímido reflejo de las hojas
y
sus corazones son más verdes todavía
que
la ternura de la hierba que nace luego de la lluvia,
aunque
los cactus no resistieron la húmeda neblina ni el sereno
porque
el trópico no perdona el dolor de las espinas.
Y
ahí está: la flor que dicen que no es una flor
sino
una paloma que se alza en vuelo
cuando
no hay nadie que la mira,
cuando
el rocío sigue siendo un racimo transparente
y
el musgo es la calma que brota
y
que crece encima de las horas.
En
medio del sendero hay un hombre que deambula
atrapado
en la geometría que poseen las begonias
o
midiendo la blancura en el pétalo del lirio
o
la precisión del idioma que inventaron las cigarras.
Su
única posesión es el polen que lleva entre las manos,
carece
de voz y no posee nombre alguno,
pues
las raíces fueron tomando su memoria
y
la llevaron hasta su reino subterráneo.
Bien
podría ser un ángel, un lejano compañero de los dioses,
que
ha olvidado dónde queda el cielo
y
que ahora es solo un prisionero,
cautivo
para siempre de las flores
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