jueves, 7 de noviembre de 2019

MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK





El jardín imaginario 

«El serafín
quería
las llaves
del suelo».
Diana Morán



El cocuyo se posa sobre una mimosa sensitiva
y su esencia sigue siendo tan ligera
que no se cierra al tacto el tímido reflejo de las hojas
y sus corazones son más verdes todavía
que la ternura de la hierba que nace luego de la lluvia,
aunque los cactus no resistieron la húmeda neblina ni el sereno
porque el trópico no perdona el dolor de las espinas.

Y ahí está: la flor que dicen que no es una flor
sino una paloma que se alza en vuelo
cuando no hay nadie que la mira,
cuando el rocío sigue siendo un racimo transparente
y el musgo es la calma que brota
y que crece encima de las horas.

En medio del sendero hay un hombre que deambula
atrapado en la geometría que poseen las begonias
o midiendo la blancura en el pétalo del lirio
o la precisión del idioma que inventaron las cigarras.
Su única posesión es el polen que lleva entre las manos,
carece de voz y no posee nombre alguno,
pues las raíces fueron tomando su memoria
y la llevaron hasta su reino subterráneo.

Bien podría ser un ángel, un lejano compañero de los dioses,
que ha olvidado dónde queda el cielo
y que ahora es solo un prisionero,
cautivo para siempre de las flores


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