domingo, 22 de abril de 2012


PABLO GARCÍA BAENA




Amantes



El que todo lo ama con las manos
despierta la caricia de las cítaras,
siente el silencio y su pesada carne
fluyendo como ungüento entre los dedos,
lame la lenta lengua de sus manos
el hueso de la tarde y sus sortijas
se enredan en el ave adormecida
del viento. Labra en mármoles de humo
el cuerpo palpitante del abrazo
extenuado cual cervato agónico,
y con el pico frío de sus uñas
monda la oliva efímera del beso.
El que se ama solo, el que se sueña
bajo el deseo blanco de las sábanas,
el que llora por sí, el que se pierde
tras espejos de lluvia y el que busca
su boca cuando bebe el don del vino,
el que sorbe en la axila de la rosa
la pereza oferente de sus hombros,
el que encuentra los muslos del aljibe
contra sus muslos, como un saurio verde
sobre el mármol desnudo e inviolado,
ese que pisa, sombra, desdeñoso
el pavimento de las madrugadas.
El que ama un instante, peregrino
voluble, de flauta hasta los labios,
de la trenza al cítiso, de los cisnes
a la garganta, de la perla al párpado,
de la cintura al ágata, del paje
a la calandria y tras él, silente
va talando el olvido de las mieses altas,
tirso áureos de espigas, leves brotes,
todo un bosque confuso de recuerdos,
y él va cantando, ruiseñor nocturno,
capricho y galanía, bajo la luna.
Y el que besa llorando y el que sólo
sabe ofrecer y aquel que cubre el pecho,
para no amar, de oscuro arnés, sonrisa
y un gerifalte lleva silencioso
devorando su corazón de gules.
Todos, la noche maga con su rezo
los enloquece, clava en sus pupilas
el helor de su vaga nieve negra,
les da a beber rencor entre sus manos,
los hurta en el arzón de sus corceles,
los trae y los lleva como mar en cólera,
coronadas las olas de sollozos,
de cabelleras náufragas, de sangre,
y los devuelve dulces, poseídos,
hasta la playa bruna y solitaria.


AURELIO ARTURO




Arrullo


La noche está muy atareada
en mecer una por una,
tantas hojas.
Y las hojas no se duermen
todas.

Si le ayudan las estrellas,
cómo tiembla y tintinea la infinita
comba eterna.

¿Pero quién dormirá a tantas,
tantas,
si ya va subiendo el día
por el río?

(¿Dónde canta este país
de las hojas
y este arrullo de la noche
honda?).

Por el lado del río
vienen los días
de bozo dorado,
vienen las noches
de fino labio.

(¿Dónde el bello país de los ríos
que abre caminos
al viento claro
y al canto?)

La noche está muy atareada
en mecer una por una,
tantas hojas.
Y las hojas no se duermen
todas.

Si le ayudan las estrellas...
Pero hay unas más ocultas,
pero hay unas hojas, unas
que entrarán nunca en la noche,
nunca.

(¿Dónde catan este país
de las hojas,
y este arrullo de la noche
honda?)

OLVIDO GARCÍA VALDÉS




La caída del Ícaro


1

Los atardeceres se suceden,
hace frío
y las casas de adobe en las afueras
se reflejan sobre charcos quietos.
Tierra removida.
Los atardeceres se suceden,

Cézanne elevó la «nature morte»
a una altura
en que las cosas exteriormente muertas
cobran vida, dice Kandinsky.
Vida es emoción.
Pero quedará de vosotros
lo que ha quedado de los hombres
que vivieron antes, previene Lucrecio.
Es poco: polvo, alguna imagen tópica
y restos de edificios.
El alma muere con el cuerpo.
El alma es el cuerpo. O tres fotografías
quedan, si alguien muere.

También un gesto inexplicable,
discolo para los ojos, desafío,
erizado. Cuerpo es lo otro.
Irreconocible. Dolor.
Sólo cuerpo. Cuerpo es no yo.
No yo.

Lo quieto de las cosas
en el atardecer. La quietud,
por ejemplo, de los edificios.
El ensombrecimiento
mudo y apagado.

Como ojos,
dos piedras azules me miran
desde un anillo.
Los anillos
cuidadosamente extraídos
al final.
Como aquél de azabache y plata
o este otro de un pálido, pálido rosa.
Rostros y luces
nitidamente se reflejan en él.

En la noche corro por un campo
que desciende, corro entre arbustos
y choco con algo vivo
que trata de ovillarse, de encogerse.
Es un niño pequeño, le pregunto
quién es y contesta que nadie.

Esta respiración honda
y este nudo en la pelvis
que se deshace y fluye. Esto soy yo
y al mismo tiempo
dolor en la nuca y en los ojos.

Terminada la juventud,
se está a merced del miedo.

2

Verde. Verde. Agua. Marrón.
Todo mojado, embarrado.
Es invierno. Es perceptible
en el silencio y en brillos
como del aire.
Yo soy muy pequeña.
Un cuerpo caminando.
Un cuerpo solo;
lo enfermo en la piel, en la mirada.
El asombro, la dureza absoluta
en los ojos. Lo impenetrable.
La descompensación
entre lo interno y lo externo.
Un cuerpo enfermo que avanza.

Desde un interior de cristales muy amplios
contemplo los árboles.
Hay un viento ligero, un movimiento
silencioso de hojas y ramas.
Como algo desconocido
y en suspenso. Más allá.
Como una luz
sesgada y quieta. Lo verde
que hiere o acaricia. Brisa
verde. Y si yo hubiera muerto
eso sería también así.

De "Exposición" 1979


ALBERTO GIRRI






El compañero de los pájaros


Como el amor
                     que se posa
cada día sobre la ramita
                     que puede morir
Así brota tu amor
lozano
           vigoroso de sol
compañero de los pájaros...


De "W.C.W. :Doce versiones"

NICOLÁS GUILLÉN




La tarde pidiendo amor...


La tarde pidiendo amor.
Aire frío, cielo gris.
Muerto sol.
La tarde pidiendo amor.

Pienso en sus ojos cerrados,
la tarde pidiendo amor,
y en sus rodillas sin sangre,
la tarde pidiendo amor,
y en sus manos de uñas verdes,
y en su frente sin color,
y en su garganta sellada...
La tarde pidiendo amor,
la tarde pidiendo amor,
la tarde pidiendo amor.

No.
No, que me sigue los pasos,
no;
que me habló, que me saluda,
no;
que miro pasar su entierro,
no;
que me sonríe, tendida,
tendida, suave y tendida,
sobre la tierra, tendida,
muerta de una vez, tendida...
No.