lunes, 6 de marzo de 2017


ANTONIO PORCHIA




Todo es como los ríos, obra de las pendientes


De: Voces


JORGE GAITÁN DURÁN




Esta ciudad es nuestra



Tenemos la tierra, porque al cielo hemos negado
Lo que sólo el hombre merece en su violencia:
El amor levantado como roca en la injuria de toda
Patria, para que dioses o criminales seamos un instante
Cuando la voluptuosidad y el duelo nos habitan.
Tenemos el cuerpo, pues desde el cuarto miserable
Donde nos abrazamos sin reposo erigimos una ciudad que es
sólo nuestra,
Carne cuya obra toca mundo y que el deseo alza a las
estrellas:
No pertenece a los ciegos seres que se despedazan o se
ignoran,
Soledades guerreras unidas por la codicia o el tumulto,
Apegadas a cosas que no son suyas, sino del tiempo,
Mientras nuestro fasto único es incendiar nubes que pasan
Por entre los cerros, ponientes rojos como en otoño el
bosque,
Felicidades extrañas como un lucero en pleno día,
Ojos con que descubrimos los mil soles que arden
Al mirarnos, sangres que al correr juntas atraviesan
El infierno con música que no es de nadie: el alma.
Tenemos toda la vida por delante y también toda la muerte.


RAMÓN LÓPEZ VELARDE




En las tinieblas húmedas



En las alas obscuras de la racha cortante
me das, al mismo tiempo una pena y un goce:
algo como la helada virtud de un seno blando,
algo en que se confunden el cordial refrigerio
y el glacial desamparo de un lecho de doncella.

He aquí que en la impensada tiniebla de la muda
ciudad, eres un lampo ante las fauces lóbregas
de mi apetito; he aquí que en la húmeda tiniebla
de la lluvia, trasciendes a candor como un lino
recién lavado, y hueles, como él, a cosa casta;
he aquí que entre las sombras regando estás la esencia
del pañolín de lágrimas de alguna buena novia.

Me embozo en la tupida obscuridad, y pienso
para ti estos renglones, cuya rima recóndita
has de advertir en una pronta adivinación
porque son como pétalos nocturnos, que te llevan
un mensaje de un singular calosfrío;
y en las tinieblas húmedas me recojo, y te mando
estas sílabas frágiles en tropel, como ráfaga
de misterio, al umbral de tu espíritu en vela.

Toda tú te deshaces sobre mí como una
escarcha, y el translúcido meteoro prolóngase
fuera del tiempo; y suenan tus palabras remotas
dentro de mí, con esa intensidad quimérica
de un reloj descompuesto que da horas y horas
en una cámara destartalada...



JOSÉ CARLOS BECERRA




La corona de hierro



Yo podría también en este umbral, junto a la precaria
armadura de tu olvido,
enumerar los hechos construidos y destruidos por el amor;
yo podría si alguno de los dos lo quisiera, si alguno de
los dos mirara hacia ese sitio,
en el remoto estallido de algún verano,
en el arco de un día de serpientes, en la claridad de una
convalecencia gozosa
en el reflejo de una tarde abandonada en el túnel de lo
que no pude decir,
y esta enumeración inventora de frutos y luces de guerra,
donde el corazón ennegrecido chisporrotea
igual que una hoguera que el invierno luce en el pecho
como un coral amargo.

Yo podría tal vez en otros vestigios,
en otros vendajes donde la herida haya sido apagada,
en la otra historia de tus ojos donde el abismo vuelve a ser
la florecilla silvestre
de los días de la infancia;
yo podría, te digo, enumerar aquí esos hechos
y también aquellas tardanzas que las lluvias de octubre
practicaron en mi pecho,
esa humedad de lo muerto que a veces no comprendemos
y cuyo olor impregna nuestra alma de sumisa nostalgia.
Podría entonces con mis carencias de mar,
con mi máscara que no fue tallada en ningún taller audaz
del alma,
caminar por esos actos que tú y yo transcurrimos, que tú
y yo hicimos pasar.

Ninguna otra fuerza entonces, ninguna otra religión que alimentar con esa cierta placidez del desamparo
por esa libertad congénita ante la enfermedad de los dioses;
sólo esas palabras con su aire de carne, con su bosque de
sangre,
con sus extrañas colindancias con el hierro,
enumeradas al borde del mundo por aquellos que deciden
partir
y extraviar la semejanza de su lenguaje con el lenguaje de
los poseedores de su ciudad.

Aún entonces tal vez, y siendo así no lo supimos, cuando
la noche, ella misma,
puso en las sienes de la ciudad la antigua corona
y la soledad era un perrillo faldero que lamía las manos
de sus dueños,
y los astros, más acá de su lejanía, retocaban el olvido
de los hombres
y todos se acomodaban en sus propias estatuas
para describirse a sí mismos aquello que llamaban
sus incertidumbres.

Ésa sería la súplica y el desdén, tu tierno ademán,
el autobús donde no consigues escaparte,
la habitación donde no consigues la paz,
el libro que no te regresa la antigua pasión, el rojo
descubrimiento;
ése sería el nuevo encuentro, la antigua manera de
comenzar, de devolvernos;
tu cuerpo desnudo envuelto por la penumbra de la
cortina como por una desnudez más amorosa aún y más
imposible,
la aparición del mar en la mano que lleva la caricia como
una lámpara,
todo lo que al besar un cuerpo nos incumbe;
tus senos donde la blancura enciende sus primeras señales,
tu vientre donde la oscuridad alumbra mis manos,
tus cabellos de día de lluvia,, tus ojos de anochecer sobre
los edificios y sobre las cúpulas,
mientras bajamos los escalones del deseo escuchando el
golpe del viento en las más altas ventanas,
y en todos los sitios donde la noche enciende los cuerpos
enlazados
como antiguos y eternos sistemas de navegación.

Y toda tú caída de tus ojos, parte de ti caída de tu alma,
sin súplica elocuente,
herida por el beso que te reconoce y te alza, te desordena
y te copia en todos los modos del amanecer,
entraste en ese rumor, en esa sombra que me envolvía
lejos de aquellas costas donde el olvido y el mar alzan la
noche
y la palidez de las manos da a lo acariciado un atavío
remoto que no alcanzamos nunca.

Vasto conocimiento y vasta ignorancia;
en la noche de esa mirada, en la ciudad oculta por las uñas
de sus habitantes,
por el cansancio de sus desórdenes y la prisa de sus
incertidumbres,
¿qué otra palabra, qué otra caricia
donde el coro de las antiguas sirenas saque a relucir los
gestos de nuestra infancia caída,
de nuestra anciana infancia a la sombra implacable del mar?

Si, yo tal vez pude decírtelo, tú pudiste tal vez escucharlo,
o tal vez soltando la cortina que te envolvía, alzando los
hombros
o tarareando una canción que no recordabas bien,
caminaste,
cruzaste frente a mí o hablaste mientras te vestías en la
otra habitación,
diciéndome: "Está bien, está bien, ¿pero estamos seguros
de algo?"

Y esa seguridad que me hubiera gustado invocar,
esas constancias de las que tu cuerpo quizá guarda
memoria,
o esos momentos en que yo despertaba y aún con los ojos cerrados, heridos por el sol,
repetía como tú: "¿Pero era seguro? ¿Pero era verdad?"
Y recordaba tu sonrisa que mezclaba la noche con el alma
más íntimamente que lo oscuro,
y combatía con ese ademán estricto del vacío,
con la pereza del desconsuelo que casi era el alivio,
la sordera final,, la calle en silencio.

Y fue así como todo fue cumplido, como no debiste
preguntarme;
fue así como se hizo innecesario responderte
cuando ya no queda otra alabanza, ningún otro sonrojo,
ninguna otra adversidad,
ningún otro olvido,
que aquellos que establecen nuestros propios silencios.

Así se ha cumplido todo,
y ahora en este sitio
somos discípulos de esta noche milenaria y confusa,
de esta música atroz, de esta ciudad, de estas palabras
donde es necesario dejarte y dejarme.
Alimentados por el pan cautivo y la leche cautiva
aquí recordamos y olvidamos, aquí nuestros ojos cambian
de ojos,
aquí entregamos el sueño.

…y por las calles de la ciudad el invierno se yergue
como un guerrero blanco.


De: Relación de los hechos



AURELIO ARTURO




La ciudad de Almaguer



La ciudad de Almaguer en oro y en leyendas
alzada, ardiera siempre con audaz fogata
la remembranza. (Brisas erraban. Noche.
Brumosa voz urdía la feliz cantinela).

"Hablaban las mujeres, su voz la dicha ardía
y el suave amor. Los largos brazos blancos
fluían lentitud…" (Y en una sombra
honda la voz dorada se perdía).

Las montañas de oro ya en la bruma se hundían.
Mas las bellas mujeres ardientes de pureza,
hendiendo con sus senos la bruma y la opalina
sombra vienen, venían.

"Hablaban las mujeres…"
La habla pulposa, casi palpable, altas
vienen. (La bruma azul ya se desvanecía).
Y en la voz de las mórbidas mujeres
reclinado, mil años me adormía.



CÉSAR RODRÍGUEZ CHICHARRO




Paisaje



Un bolero en el aire;
dos mujeres con canas en los sueños;
un cargador con mitos en la espalda
y pulque verde el iris de los ojos.
Y más allá, mucho más lejos,
entre las sombras robadas a los muertos,
en una esquina maculada y tensa,
dejándonos tú y yo
caricias lentamente.
Y más allá, mucho más lejos,
la Muerte,
paciencia inmensurable,
se besa con las horas en la espera.