jueves, 19 de enero de 2017


ESTHER GIMÉNEZ




In the lap of the Gods



Fluyen desde tu cuello arpados vórtices,
rizos de aire se escapan por tus besos
entre blancas paredes que del eco
debieron contener secretos códices.

De tus arañas tela la que enclava
innüendos en magias amatorias;
enrockados por arte de rapsodia,
mitad Hendrix, mitad María Callas.

Excitan tus caderas el Olimpo,
reina del corazón descapuchado.
Cambias por vodka el líquido de Baco
ungiendo de milagros el sonido.

Rebel of gods, although you spread the wings,
your messages won't tell why love can kill.



FATIMA VELÉZ




Promesa del día muerto



El día congela mis párpados ante la espera
y la mañana no nos besa las manos
ni traza con firmeza sus líneas
y una luz no se instala en nosotros
con voz propia
mostrándonos el camino
y un grito no traspasa el instante del abandono
de todo lo que habita y nació muerto entre nosotros

Pues donde había corazón
sólo hay una piel que se resiste a tomar forma
y la complicidad del silencio que extiende sus dominios con raíces oscuras
y nosotros
contemplando la lluvia
cuando ciegamente creíamos en el cielo azul de esta mañana.







PORFIRIO BARBA JACOB




Elegía del marino ilusorio



Pensando estoy... Mi pensamiento tiene
ya el ritmo, ya el color, ya el ardimiento
de un mar que alumbran fuegos ponentinos.
A la borda del buque van danzando,
ebrios del mar, los jóvenes marinos.

Pensando estoy... Yo, cómo ceñiría
la cabeza encrespada y voluptuosa
de un joven, en la playa deleitosa,
cual besa el mar con sus lenguas el día.
Y cómo de él cautivo, temblando, suspirando,
contra la Muerte
su juventud indómita, tierno, protegería.
Contra la Muerte,
su silueta ilusoria vaga en mi poesía.

Morir... ¿Conque esta carne cerúlea, macerada
en los jugos del mar, suave y ardiente,
será por el dolor acongojada?
Y el ser bello en la tierra encantada,
y el soñar en la noche iluminada,
y la ilusión, de soles diademada,
y el vigor... y el amor... ¿fue nada, nada?
¡Dame tu miel, oh niño de boca perfumada!


VICENTE NÚÑEZ





16. De rosas nunca vestiré tu cuerpo
ni el dulce mosto volverá a mis labios.
Si granjearme supe vuestras dádivas,
llorad conmigo, pues Lavinio ha muerto.


De: "Teselas para un mosaico"


CÉSAR ANTONIO MOLINA




Al tercer día



Allí está larguísimo el camino dorado en su mañana.
A un lado, en medio del boscaje, las ruinas plateadas.
Al otro, ningún pasaje secreto.
Miro a mi alrededor:
allí fui la que soy aquí,
aquí soy la que fui allí.
Palomas torcaces se sobresaltan.
Pasos y buen aire en los pulmones
para errar por esta Tebaida bajo nubes de medianoche.
Yen cada encrucijada aquél y éste miran en torno.
La rama astillada del sauce cae.
Allí un remolino, la estatua rota esconde su rostro.
¿Dónde están?: los maizales más repletos,
la alta hierba ocultando a la liebre,
la hoja de mirto entre el ciprés severo,
la luz de una luciérnaga en el país de las hadas.
y los lagartos a la paz del sol sobre losas esculpidas rudamente.
¿Soy el alba que despereza el césped estrellado,
o la niebla que la oculta?
Pasos y buen aire en los pulmones.
Pero, al tercer día, el desaliento.
¿Dónde la armadura en la que iba a ver mi espíritu?
Allí está larguísimo el camino dorado en su mañana.
La mentira quiere el olvido,
la culpa expía el perdón.
Alrededor de puertas enmohecidas suplica una sombra,
mientras de las costas de los varios mundos
viene ya la caballería como una inmensa ola.


ENRIQUE MORÓN




Cementerio de Narila

                                Sur les maisons des morts mon ombre passe
                                                                                 Paul Valery



Subimos la ladera
ungidos por la calma del verano
de aquella tarde. Era
nuestra emoción paloma que en la mano
su corazón golpea
clamando libertad. Como una tea

se puso el sol sonoro
sobre las lontananzas doloridas
por efluvios de oro.
Y eran las amapolas como heridas
abiertas a la brisa
de breves labios o espiral sonrisa.

Subimos lentamente,
que la amistad no es nunca presurosa,
y estrecha la serpiente
del sendero buscaba, jubilosa,
un olmo sosegado
en donde platicar con más cuidado.

Unidos por afanes
tan elocuentes como la poesía.
¡Oh locura! ¡Oh desmanes
que ignora el vulgo con su idolatría
al pérfido, ligero
resplandor de la fama o el dinero!

Silentes y gozosos.
Ensimismados de estival paisaje
libamos, generosos,
cárdenos vinos, que cual fino encaje
acariciaban labios
para fluir dialécticos y sabios.

¡Cuánta naturaleza!
¡Cuánto gozo se esconde y cuánta pena
bajo la cal aviesa,
o enmohecida penumbra de alacena!
Pueblo de los alcores;
espigas blondas y sangrantes flores.

Pueblo petrificado
en el alto silencio de las horas.
Indolente. Callado.
Expuesto al vértigo de las auroras.
¡Cuánta sabiduría
hay en los ojos de fulgente umbría!

Hombres como la tierra,
nacidos desde el grito de la arcilla.
Dólmenes de la sierra,
de busto azul y apuesta maravilla.
Manos para la espiga,
para la piel, la piedra y la fatiga.

Allá por las alturas
Venus exhibe su blancor de gala
y Apolo, sin premuras,
en los rescoldos de la tarde exhala
un amor verdadero
hacia la estela del primer lucero.

Cumplido el asueto,
porque es virtud de la amistad templanza,
dejamos con discreto
afán las arduas calles, la esperanza
tras florecidas rejas:
cárcel de amor, remedo de las quejas.

De nuevo en el camino,
sierpe escondida que a la luz esquiva;
promesa de un destino
donde yace la duda. Fugitiva
es la emoción del viento.
Senderos de la muerte. Y el tormento.

Pasadas la cancela
y las primeras lápidas albinas,
donde la luz flagela
su tierna claridad por las esquinas
marmóreas, me asemejo
a este ciprés escueto, pulcro y viejo.

Cesaron los coloquios,
pues todo parecer es amargura.
Íntimos soliloquios
brotaban en la tarde pulcra y pura.
Pequeño cementerio.
Cumbre de soledad. Breve misterio

que a sí mismo se sueña
por los oscuros campos de la nada.
Austeridad roqueña.
Desolación. Vacío de alborada.
Memoria del olvido.
Ausencia de la luz y el sentido.

Lápidas inclementes
al llanto de los hombres. Altaneros
valles de mármol. Fuentes
que desbordan dolores o luceros.
Heridas del amor.
Roja, sobre la nieve, está la flor.

Cipreses centenarios.
Lechetreznas bravías. Jaramagos.
Cruces y relicarios.
Oscuros bronces de pasión. Halagos
en breves epitafios
altisonantes, trascendentes, zafios.

Aquí todo es quietud.
Nada altera el silencio. Piedra rasa.
El tiempo en su prietud,
o nueva dimensión por donde pasa
la imagen de las horas
fundidas al fulgor de las auroras.

¡Qué serena fluidez!
¡Qué dichosa amargura! Por la brisa
brinca la ingravidez
de los cuerpos ausentes, la sonrisa
de sutiles quimeras.
¡Gestos marfiles y oquedades hueras!

Nacer o sucumbir
o naufragar. El hombre y el vacío
de su verdad. Fluir,
en agresivas aguas, por el río
que hacia la mar culmina.
Vivir, soñar, morir. Mi alma se obstina

en fijar el instante
con solidez de piedra, la memoria
con densidad brillante;
y en un segundo resumir la historia.
Del gesto su escultura
y del amor cenizas. Sepultura

que alberga unos huesos
gravedad o terneza, confundidos
con fresas o con besos
en la celebración de los sentidos.
El poder y el fracaso.
La miseria y el miedo. Y el ocaso.

La ambición y la ira.
La profunda soberbia. La osadía.
La virtud. La mentira.
La vanidad. La apuesta rebeldía.
Y la dúctil nevada
de una caricia en piel enamorada.

Todo yace en la sombra,
pues todo fue festín de los gusanos:
cuerpo gentil, alondra
de las verdes riberas. Bruscas manos.
Desvencijadas frentes.
Frágiles ríos. Sólidos torrentes

Hay cal en las paredes
que hieren a los ojos con destellos
bermejos. En sus redes
devoran las arañas a los bellos
insectos. Y la tarde
roja de nimbros o guadañas arde.

Arde la tarde y pasa
dejando cicatrices y mejillas
laceradas. ¡La casa
de los muertos! Avenas amarillas
en espigados haces.
Y el vuelo de los pájaros fugaces.

La hoguera de los montes
se va difuminando. Los levantes
se tornan horizontes
argentinos y en pálidos instantes
la noche ruiseñora
vuelve a plañir su canto y da su hora.

Sin pasos presurosos,
con el ceño fruncido por la pena
volvimos, cautelosos,
a la ronda estival, tras esta escena
de mármoles y cruces;
de esbeltos pinos y fulgentes luces.

De nuevo en la vereda,
con el desvelo de la blanca luna
estampada en la seda
del crespón de la noche de aceituna,
tornamos a la vida
y al olor de la sombra florecida.

Los astros surtidores.
Los grillos crepitantes y sus claves.
Los canes husmeadores.
Las alimañas y nocturnas aves.
Y los ocultos cauces
de los prados de pámpanos y sauces.

El pueblo parecía
un grito de luciérnagas. La brisa
acariciaba, hería.
¡Cuánta emoción! ¡Enhiesta la sonrisa!
Y fueron generosas
las celindas, las dalias y las rosas.