miércoles, 26 de febrero de 2020


JORGE MADRID





El asfalto es mi evangelio



lo profeso desde una noche quebrada
como vaso,
después de beber el olvido.
En un país de dunas,
resignadas a un paisaje sediento de memoria.

He interpretado el asedio de la cabina
del metro,
y afirmado mi fe a la parábola oculta
entre las vísceras;
a la fatiga acribillada en los huesos,
a la arena como un apócrifo compuesto
de relojes.
Al braille predicado desde una esquina.
A esa manía de los perros,
de olfatear en los escombros
un álbum armado de insomnios.
A la absolución de la piedra de Caín.
Al recado de los ojos
cuando arrecia todo lo inhumano.
A ese blues ensimismado
en las alas,
de un pájaro que no vuelve.



CIRCE MAIA




  
Esta mujer



A esta mujer la despierta un llanto:
se levanta medio dormida.
Prepara una leche en silencio
cortado por pequeños ruidos de cocina.

Mirá como envuelve su tiempo y en él está viva.
Sus horas
fuertemente tramadas
están hechas de fibras resistentes
como cosas reales: pan, avena,
ropa lavada, lana tejida.

Cada hora germina otras horas y todas son peldaños
que ella sube y resuenan.
Sale y entra y se mueve
y su hacer la ilumina.


BLANCA ELENA PANTIN






Este es un paisaje blanco
Arrasado
Borrado
El lugar de una promesa:
“No vuelvas 
a este lugar temible”.


IRIS KIYA




  
Yo sabía que, si olvidaba esas cosas que para Pinky eran importantes, entonces podría olvidarme de lo poco que teníamos a distancia, porque olvidarse de E. E. Cummings era algo imperdonable, pero sucedió. Y así como prescindí lo que significaba “la patria”, entre comillas, dejé de lado a Cummings. Aparte de tener buena memoria, Pinky era muy patriota, o quizá demasiado yanqui. Yo abrazaba el patriotismo como un pedazo de hojalata que arrastraba por todas partes. Los helados, por ejemplo, pienso en su sabor, aquellos que se te hacen agua la boca cuando eres niño, pero al crecer esa sensación es más bien una convención o conexión con tu infancia perdida. Los adultos por ejemplo no saborean los helados, así como los niños no entienden de patriotismo. La guerra me ha enseñado que dos de cada diez hombres suelen ser patriotas, los otros, si es que su memoria no los engaña, prefieren el helado. Yo soy húngaro, mi padre me exilió a los 18 años, Pinky lo hizo a los 35. 

I Like my body when it is with your body

Sé que no es la vainilla
sé que no son los huesos corroídos por la pólvora
ya no le temo a los paracaídas
ya no le temo a los antihéroes
no después de haber leído a Lukács
las novelas y la guerra
son mundos que han sido abandonados por dios
mi afición a las novelas policiales
se desprende tangencialmente de la escritura de la misma
pues mientras más cercano me encuentre de los antihéroes
mi afición se irá desintegrando.

Masacre en la calle Harrington
Sebastian Melmoth – Compilador



CARMEN NOZAL


  


Y



Qué ganas de correr
en un campo
de palabras libres


De: “Un látigo para domar la lengua”

JULIETA GAMBOA





Suturas



El tiempo de vida de mi célula más vieja
es mucho menor que el de mi edad biológica.
No queda ninguna de la infancia,
pero me reconozco en esa explosión originaria
de las primeras células
y conservo las marcas que dejaron las antiguas en las nuevas
antes de su muerte.

La naturaleza se hizo una sentencia
grabada en la memoria de esas células.

Despojada de mi nombre
me dieron un trasplante
de anormalidad.
Mis órganos de desviada congénita,
como me llamó la ciencia,
cedieron,
y a un tiempo
arremetieron para expandirse.

En el ciclo de bipartición
el mapa celular trazó
mi falta de pertenencia,
la rigidez de mis músculos,
la superficie incomunicada del centro,
y simultáneamente
los puntos de placer únicos,
los flujos que no pudieron detenerse.

Tal vez
lejos del oído hipertrofiado,
hinchado de palabras,
me reconozca en la textura de mis órganos,
en sus destellos,
su potencia
protegida de las disecciones.

Me imagino cómo sería
trazar una incisión vertical,
fina,
en un punto preciso,
centímetros adentro.
Traspasar la piel,
los tejidos,
remover el peso muerto.

Prolongar el camino de las redes nerviosas;
comprender los movimientos sordos de mis órganos,
su acomodo,
la relación impalpable de unos con otros.
Vaciarme,
disolverme en sus batallas invisibles.

Más cerca del sistema que transporta mi sangre,
del rojo arterial,
quizá encuentre algo extraviado,
ensordecido ante el bullicio que me nombra.