miércoles, 26 de febrero de 2020

JULIETA GAMBOA





Suturas



El tiempo de vida de mi célula más vieja
es mucho menor que el de mi edad biológica.
No queda ninguna de la infancia,
pero me reconozco en esa explosión originaria
de las primeras células
y conservo las marcas que dejaron las antiguas en las nuevas
antes de su muerte.

La naturaleza se hizo una sentencia
grabada en la memoria de esas células.

Despojada de mi nombre
me dieron un trasplante
de anormalidad.
Mis órganos de desviada congénita,
como me llamó la ciencia,
cedieron,
y a un tiempo
arremetieron para expandirse.

En el ciclo de bipartición
el mapa celular trazó
mi falta de pertenencia,
la rigidez de mis músculos,
la superficie incomunicada del centro,
y simultáneamente
los puntos de placer únicos,
los flujos que no pudieron detenerse.

Tal vez
lejos del oído hipertrofiado,
hinchado de palabras,
me reconozca en la textura de mis órganos,
en sus destellos,
su potencia
protegida de las disecciones.

Me imagino cómo sería
trazar una incisión vertical,
fina,
en un punto preciso,
centímetros adentro.
Traspasar la piel,
los tejidos,
remover el peso muerto.

Prolongar el camino de las redes nerviosas;
comprender los movimientos sordos de mis órganos,
su acomodo,
la relación impalpable de unos con otros.
Vaciarme,
disolverme en sus batallas invisibles.

Más cerca del sistema que transporta mi sangre,
del rojo arterial,
quizá encuentre algo extraviado,
ensordecido ante el bullicio que me nombra.



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