"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
viernes, 23 de septiembre de 2016
FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
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Los
días que viví se han unido y hablan en voz baja. Antes que yo empiece a
escribir, ellos susurran: la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una
intensidad de la mirada que despierta a la conciencia.
De: “Orquesta de desaparecidos”
ANTONIO GARCÍA TEIJEIRO
Mi
árbol tenía
sus
ramas de oro.
Un
viento envidioso
robó
mi tesoro.
Hoy
no tiene ramas.
Hoy
no tiene sueños
mi
árbol callado,
mi
árbol pequeño.
ANDRÉS MOREIRA
Del
tiempo
Cuando,
no sabías amarrarte los cordones.
recordás
cuando escuchaste de
La distancia que hay de aquí a
los labios nocturnos de tu madre
esa historia fantástica
del hombre
evolucionado a cucaracha?
no sabías amarrarte los cordones.
recordás
cuando escuchaste de
La distancia que hay de aquí a
los labios nocturnos de tu madre
esa historia fantástica
del hombre
evolucionado a cucaracha?
más
tarde
al medio día
cuando ya sabías beber como
Los hombres y mujeres solitarios
leíste la misma historia
(plagiada a tu madre)
el sueño coronó sus ojos
odiaste al tal Gregorio por pendejo
al medio día
cuando ya sabías beber como
Los hombres y mujeres solitarios
leíste la misma historia
(plagiada a tu madre)
el sueño coronó sus ojos
odiaste al tal Gregorio por pendejo
ahora que los zapatos
te ciñen los pies
And the afternoon, the evening, sleeps so peacefully!
Gregorio
eterizado exánime
más que tu madre
(o era cucaracha involucionada a humano?).
te ciñen los pies
And the afternoon, the evening, sleeps so peacefully!
Gregorio
eterizado exánime
más que tu madre
(o era cucaracha involucionada a humano?).
CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE
Reconocimiento
del amor
Amiga, cómo carecen de norte
los caminos de la amistad.
Apareciste para ser el hombro suave
donde se reclina la inquietud del fuerte
(o que ingenuamente se pensaba fuerte).
Traías en los ojos pensativos
la bruma de la renuncia:
no querías la vida plena,
tenías el previo desencanto de las uniones para toda la vida,
no pedías nada,
no reclamabas tu cota de luz.
Y te deslizabas en ritmo gratuito de ronda.
Descansé en ti mi fajo de desencuentros
y de encuentros funestos.
Quería tal vez -sin percibirlo, lo juro-
sádicamente masacrarte
bajo el hierro de culpas y vacilaciones y angustias que dolían
desde la hora del nacimiento,
estigma desde el momento de la concepción
en cierto mes perdido en la Historia,
o más lejos, desde aquel momento intemporal
en que los seres son apenas hipótesis no formuladas
en el caos universal.
¡Cómo nos engañamos huyéndole al amor!
Cómo lo desconocimos, tal vez con recelo de enfrentar
su espada reluciente, su formidable
poder de penetrar la sangre y en ella
imprimir una orquídea de fuego y lágrimas.
Pero, él llegó mansamente y me envolvió
en dulzura y celestes hechizos.
No quemaba, no brillaba, sonreía.
No entendí, tonto que fui, esa sonrisa.
Me herí con mis propias manos, no por el amor
que traías para mí y que tus dedos confirmaban
al juntarse a los míos, en la infantil búsqueda del Otro,
el Otro que yo me suponía, el Otro que te imaginaba,
cuando -por agudeza del amor- sentí que éramos uno sólo.
Amiga, amada, amada amiga, así el amor
disuelve el mezquino deseo de existir de cara al mundo
con la mirada perdida y la ancha ciencia de las cosas.
Ya no enfrentamos al mundo: en él nos diluimos,
y la pura esencia en que nos transmutamos perdona
alegorías, circunstancias, referencias temporales,
imaginaciones oníricas,
el vuelo del Pájaro Azul, la aurora boreal,
las llaves de oro de los sonetos y de los castillos medievales,
todos los engaños de la razón y de la experiencia,
para existir en sí y para sí,
con la rebeldía de cuerpos amantes,
pues ya ni somos nosotros,
somos el número perfecto: Uno.
Tomó su tiempo, yo se, para que el «Yo» renunciase
a la vacuidad de persistir, fijo y solar,
y se confesara jubilosamente vencido,
hasta respirar el más grande júbilo de la integración.
Ahora, amada mía para siempre,
ni mirada tenemos para ver, ni oídos para captar la melodía,
el paisaje, la transparencia de la vida,
perdidos como estamos en la concha ultramarina de mar.
Amiga, cómo carecen de norte
los caminos de la amistad.
Apareciste para ser el hombro suave
donde se reclina la inquietud del fuerte
(o que ingenuamente se pensaba fuerte).
Traías en los ojos pensativos
la bruma de la renuncia:
no querías la vida plena,
tenías el previo desencanto de las uniones para toda la vida,
no pedías nada,
no reclamabas tu cota de luz.
Y te deslizabas en ritmo gratuito de ronda.
Descansé en ti mi fajo de desencuentros
y de encuentros funestos.
Quería tal vez -sin percibirlo, lo juro-
sádicamente masacrarte
bajo el hierro de culpas y vacilaciones y angustias que dolían
desde la hora del nacimiento,
estigma desde el momento de la concepción
en cierto mes perdido en la Historia,
o más lejos, desde aquel momento intemporal
en que los seres son apenas hipótesis no formuladas
en el caos universal.
¡Cómo nos engañamos huyéndole al amor!
Cómo lo desconocimos, tal vez con recelo de enfrentar
su espada reluciente, su formidable
poder de penetrar la sangre y en ella
imprimir una orquídea de fuego y lágrimas.
Pero, él llegó mansamente y me envolvió
en dulzura y celestes hechizos.
No quemaba, no brillaba, sonreía.
No entendí, tonto que fui, esa sonrisa.
Me herí con mis propias manos, no por el amor
que traías para mí y que tus dedos confirmaban
al juntarse a los míos, en la infantil búsqueda del Otro,
el Otro que yo me suponía, el Otro que te imaginaba,
cuando -por agudeza del amor- sentí que éramos uno sólo.
Amiga, amada, amada amiga, así el amor
disuelve el mezquino deseo de existir de cara al mundo
con la mirada perdida y la ancha ciencia de las cosas.
Ya no enfrentamos al mundo: en él nos diluimos,
y la pura esencia en que nos transmutamos perdona
alegorías, circunstancias, referencias temporales,
imaginaciones oníricas,
el vuelo del Pájaro Azul, la aurora boreal,
las llaves de oro de los sonetos y de los castillos medievales,
todos los engaños de la razón y de la experiencia,
para existir en sí y para sí,
con la rebeldía de cuerpos amantes,
pues ya ni somos nosotros,
somos el número perfecto: Uno.
Tomó su tiempo, yo se, para que el «Yo» renunciase
a la vacuidad de persistir, fijo y solar,
y se confesara jubilosamente vencido,
hasta respirar el más grande júbilo de la integración.
Ahora, amada mía para siempre,
ni mirada tenemos para ver, ni oídos para captar la melodía,
el paisaje, la transparencia de la vida,
perdidos como estamos en la concha ultramarina de mar.
DENNIS ÁVILA
Los
remos
Mi
madre rema en esta foto.
Su
felicidad la persigue
y no
le permite romper
la
hermosa sonrisa que lleva por rostro.
Intacta,
sacude sus heridas
como
alguien que borra tras de sí
todos
los naufragios.
Lo
hace sin pretensiones,
con
las agallas de un barco de papel.
Muestra
sus velas
a
pesar de las várices del tiempo
y los
árboles en llamas
que
frenaron sus pájaros.
La
veo sonreír:
no
parece la mujer que perdió un oído,
la
tripulante de hospitales
que
derrotó al vértigo
para
domar lo humano.
Mi
madre se sumerge en ella misma.
Su
alegría me ha impactado:
es
una niña,
y en
el acto
parece
dirigir
los
columpios del mar.
MARÍA SANZ
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