domingo, 30 de enero de 2022


 

 


 

Romance de la casa del tío José

 

 

Casa del tío José
clavada junto al barranco;
dos puertas y una ventana
que miraban hacia el llano.

Agua fresca y cristalina
nacida al pie de un peñasco,
que venía por la acequia
hasta desgranar al patio,
sobre transparente alberca
en donde tomaban baño
las golondrinas, de día,
y por la noche, los astros.

Era una senda de flores
el caminito cuajado
de hortensias y enredaderas
helechos, salvias y cardos.

Por todos los corredores
materos con lirios blancos,
yedras, dalias, maravillas
y claveles matizados
y rosas de Alejandría
y margaritas y nardos.

El tío José, buen viejo,
trabajaba sin descanso
y quería su parcela
como deudo al camposanto.

Aquel apacible predio
era un frondoso milagro
sembrado de platanares,
de caña dulce, naranjos,
piñas, guayabos de leche,
de tamarindos y mangos.

Con los frutos se saciaba
la gula de muchos pájaros.
Por las tardes, a la casa
del tío José llegábamos
en caravana infantil
los chicos del vecindario.

Las nuestras cabalgaduras
eran caballos de palo.
Volteábamos el trapiche
y nos daban de regalo,
miel fresca en totuma negra
o en coco negro tallado.

Para tocar acordeón
el tío José era un mago,
y mí mamá que tenía
dedos menudos y sabios,
para pulsar la guitarra,
acompañaba a su hermano.

Dos pétalos de azucena
simbolizaban sus manos.

Casa del tío José
clavada junto al barranco,
allá me prendé una vez
cuando tuve dieciocho años,
de una provinciana dulce
como la miel de duraznos,
de piel rosada de nácar
y senos como de mármol.

(Del fuego de aquel amor
ni cenizas han quedado).

El tío José hace tiempos
qué se murió; lo enterraron
bajo la elástica sombra
de unos mustios pinos largos.

Y su mujer, que era buena,
como agua tomada en cántaro,
y que lo había seguido
por la vida, paso a paso,
se fue tras su compañero
por los senderos arcanos.

La casa del tío es hoy
imagen de desamparo:
Por las tapias agrietadas
trepan, medrosos y lánguidos,
como serpientes morenas
los bejucos estirados.

Seca está la alberca limpia
en donde tomaban baño
las golondrinas, de día,
y por la noche, los astros.

Ni yedras ni maravillas,
ni claveles matizados,
ni rosas de Alejandría
bajo el alero han quedado.
Casa del tía José
que un día me diste amparo;
perpetúo tu recuerdo
con este romance amargo,
que no verán las pupilas
ni recitarán los labios
de la provinciana dulce
como la miel de duraznos,
de cabellera ondulosa,
de pies finos y descalzas,
de piel rosada de nácar
y senos como de mármol.

 

TOMÁS VARGAS OSORIO

 

  

Linde

Vivía en mi corazón.
Poe

 

Cuando ni un pájaro podría
descifrar el breve distinto de la nube.
Cuando las hojas son metal hiriente
—esas que fueron frescas como labios—.
Cuando una imagen rompe el espejo de la fuente
(donde mojaron sus cabelleras mujeres ya sin alma).
Cuando las estrellas son hierba quemada y sin sonido.
Cuando las bocas han muerto y el silencio se alza
sobre sus lívidos cadáveres —¡el pávido silencio!—
como un musgo.
Cuando empiezan a caer los siglos —¡el pavoroso tiempo!—
entonces sólo tú, corazón, vives solamente.
De ti mismo vives. Solo.

 

CARLOS VÁSQUEZ TAMAYO

 

  

Eternidad

 

 

si las palabras, si el humo de las palabras,
si lo que el alma siente,
si el día que trae consigo la noche,
los húmedos labios, el verde y el frío y la negrura,
si el amor de unas manos y la devoción de unos dedos,
el futuro, el rayo, el ansioso pasado,
si todo, parsimoniosamente, va del ayer a otra parte
y el nunca y casi nunca lo mismo que el siempre,
si el dolor y la risa y el llanto,
el miedo y la infancia,
el fuego que anuncia la lluvia, el temblor de unos pasos,
el agua tímida que endulza las horas,
todo y dentro de mí lo que abrazo, mis pasiones y
mis dudas, si mi fragilidad y mi denodado esfuerzo de
durar, si todo eso y las hermanas y el amor y la noche,
el viento en el que creo como un hermano,
mi ser entero y mi fisura, mi vana sucesión y
sustancia, pregunta dónde va y dónde se queda.

 

 

SAMUEL VÁSQUEZ

 

  

Como perros satisfechos

“Mirarás un país turbio entre mis ojos”
Aurelio Arturo

 

Como perros satisfechos esconden los huesos
entre la tierra árida. Con su pezuña de oro escarban
las cenizas de los no-restituidos. He visto llorar al
caballo del flamigerado que no derrama café en su
galope. Madres enloquecidas de amor, la cal en su
corazón, abrazan fémures ajenos. No hay luz en las
cosas ni por encima de ellas y lo que ayer era exacto
no encuentra ahora una forma mansa donde posarse.
Del terror de la noche guarda la mañana, solamente,
sus tenis blancos. La muerte nos da en adopción a
sus hijos. La piedra arde en palabras insondables,
hay orgías en la cárcel y ataúdes mordidos por
termitas entre las madres de la candela. El dolor es
la única brisa de la acacia. Doy gracias a mi ira y a
la insana lucidez del alcohol.

Los inquisidores no han podido tirar a la hoguera
las palabras de fuego que arden en sus ojos.

 

 

JORGE ZALAMEA


 

Ofrenda

(Variaciones sobre un texto de Saint-John Perse: MARES: Las Trágicas vinieron…).

 

 

Depilamos las largas mechas de nuestras axilas de grandes leonas cautivas. El acre vello negro, rojo o rubio, o color de bellota calcinada, que nos adorna y mancha, depilamos!

Depilamos los tazones gemelos en que la lengua del Amante busca las salazones del deseo. De sus pilosas hiedras despojamos los pozos ocultos bajo nuestros largos brazos.

Para ofrecer intactas sus tibias, húmedas cavidades a las confesiones más secretas y a los sollozos más inesperados del hombre-niño que nos cubre y saquea.

Depilamos las largas guedejas encrespadas sobre la abertura mediana de nuestros cuerpos veleros. Nuestros furiosos vellocinos depilamos. Nuestras barbas secretas depilamos. Nuestros ocultos bucles depilamos como ofrenda la novicia sus trenzas olorosas a soledad, marchitas de soledad, entre el plañir del coro y el celoso mugir de los grandes órganos de enhiestas cañas de madera y oro.

Depilamos el sello triangular que marca y divide nuestras ingles puras; el sello triangular que encierra el ojo implacable que acosa en el desierto de los siglos al traidor fugitivo.

Los zarcillos de nuestra vid ofrendamos;
Las ondas de nuestro delta, ofrendamos;
Los rizos de nuestra proa, tan abundantes como los bucles en la testuz del joven búfalo, ofrendamos;
El zarzal que defiende nuestra entrada como la verja heráldica y poblada de abejas que custodia la casa, ofrendamos;
Las algas lucientes de cristales salinos que ocultan la escotadura de la vulva y la pulpa purpúrea del molusco tintorero, ofrendamos;
… ‘en el escudo sagrado del vientre, la máscara pilosa del sexo’, ofrendamos.

Para entregar, pulcra y sin mancha, nuestra tierna entraña al mudo furor del ariete, guarnecido de oro y con terca y torpe testuz de morueco, del impaciente dios salaz que nos cubre y saquea.

 

 


RAMÓN COTE


  

Los ojos suicidas



Un salto y sería la muerte
Carlos Drummond de Andrade

Un balcón con vistas a cualquier
parte, un inocente cuchillo
guardado en el cajón de la cocina,
una plácida almohada de plumas,
una avenida por donde pasan
carros a gran velocidad
y buses de vez en cuando.

O también
el fuego de la estufa,
el amplio ventanal de un cuarto piso,
esa corbata verde que cuelga al fondo
del armario, una vacía botella de cerveza,
una medicina con fecha de vencimiento
caducada.

Es suficiente un mínimo desajuste,
un mal día, la noticia de una enfermedad
terminal, un adiós definitivo, unas cuentas
imposibles de pagar,
para que todo lo que nos rodea
cambie de signo y nos señale
su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,
para que veamos el revés del ángel,
en su caída, para que a nuestro alrededor
todo se convierta en una invitación al exterminio.

Unas tijeras, un par de cordones,
un interruptor, un cilindro de gas,
una bolsa plástica del supermercado,
un martillo.
Y así sucesivamente.

La lista es interminable
para los ojos suicidas.