Los
ojos suicidas
Un
salto y sería la muerte
Carlos Drummond de Andrade
Un
balcón con vistas a cualquier
parte, un inocente cuchillo
guardado en el cajón de la cocina,
una plácida almohada de plumas,
una avenida por donde pasan
carros a gran velocidad
y buses de vez en cuando.
O
también
el fuego de la estufa,
el amplio ventanal de un cuarto piso,
esa corbata verde que cuelga al fondo
del armario, una vacía botella de cerveza,
una medicina con fecha de vencimiento
caducada.
Es
suficiente un mínimo desajuste,
un mal día, la noticia de una enfermedad
terminal, un adiós definitivo, unas cuentas
imposibles de pagar,
para que todo lo que nos rodea
cambie de signo y nos señale
su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,
para que veamos el revés del ángel,
en su caída, para que a nuestro alrededor
todo se convierta en una invitación al exterminio.
Unas
tijeras, un par de cordones,
un interruptor, un cilindro de gas,
una bolsa plástica del supermercado,
un martillo.
Y así sucesivamente.
La
lista es interminable
para los ojos suicidas.
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