domingo, 25 de marzo de 2018


ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO





Confidencias de un árbol

Para Marcela Briz



Cansado de que el viento me sacudiera con iracundia  
de que se enseñoreara sobre mí
         decidí una madrugada
soltar deliberadamente una de mis hojas.  
          Llevé todas mis energías
        mi coraje
        mi savia
         hacia el ramaje.
Y me deshice de una hoja verde y puntiaguda.
En realidad acabé por sacudírmela  
          después de un gran esfuerzo.
Nadie fue testigo de la proeza.
El viento atravesaba entre mis ramas en ese mismo  
instante
y como desprendió varias de mis hojas
nadie podría haberlo imaginado
         en el caso de haberlo visto
que una de ellas
         entre las doce que perdí ese día
encarnaba
muy verde aún
la forma primera de mi libre arbitrio.
Decidí descansar, reponer mi fuerza  
          tener frías, muy frías las sienes  
meditar mi hazaña:
          me sentí frente a los otros árboles  
como el ángel que aletea orgullosamente  
su diferencia con los hombres.
Pero al paso del tiempo
sentí la necesidad de obsequiarle a la botánica  
con una nueva toma de decisión
otra avería.
Fue ya en la primavera.
Mis ramas se doblegaban de tan llenas de flores.  
Mas advertí que entre una flor y otra en una de mis ramas 46
había una distancia grande
un sitio desaprovechado.
          Y me puse a pujar y pujar
          hasta que de repente me brotó
         una pequeña flor
        más pura
        blanca
        y tierna
         que las otras.
Mi felicidad fue mayúscula
y se llenó de gozo el corazón  
si se puede hablar de corazón
en un ser que nunca se ha excitado
ni con las caricias eróticas del viento.
No soy
me dije
un árbol al que le acaecen flores  
sino que decide flores.
Los pasos siguientes fueron más sencillos.  
Que se me ocurría crecer por ejemplo.
          Me concentraba.
           Pensaba en las nubes
          y conquistaba uno o dos centímetros.
En la noche cuando no había ningún curioso  
           creaba frutos
          los destruía
           me los pasaba de una rama a otra.  
          Y hasta descubrí la manera
          de hincarles el diente.
Llegó el momento
en que todo o casi todo
era producto de mi libertad
         de mi opción  
         o de mi juego.
Soy un árbol que ha creado
        su tronco 47
       su ramaje
        su clorofila  
        sus nidos
       sus aves
       sus gorjeos  
       y su sombra.
Pero nadie lo advierte porque
si decido crecer
      se piensa
      que la germinación me obliga a ello.  
       Si opto por florecer
por repujar mis ramas de pequeñísimos milagros  
       que la botánica es la responsable.
      Aún más.
Creo que cuando tome mi principal decisión  
no dejará de haber un leñador a mi vera
      que hacha en mano
       haga pensar a todos
que fui vulgarmente derribado
     y no que
hambriento de rumbos
concentré mis fuerzas
apreté los músculos
    y di
mi primer paso.


IBN ZAYDÚN





Podría haber entre nosotros....



Podría haber entre nosotros,
si quisieras, algo que no se pierde,
un secreto jamás publicado,
aunque otros se divulguen. (...)
Te bastará saber que si cargaste mi corazón
con lo que ningún otro puede soportar, yo puedo.
Sé altanera, yo aguanto;
remisa, soy paciente;
orgullosa, yo humilde.
Retírate, te sigo;
habla, que yo te escucho;
manda, que yo obedezco. 


JORGE CADAVID





Discurso del pescador



Pescar desde muy alto
un cuerpo de escritura escamada

Las letras componen un cardumen
la lectura ondula los renglones

La palabra ahogada
flota entre dos aguas


CONCHA URQUIZA





Mi cumbre solitaria y opulenta...



Mi cumbre solitaria y opulenta
declinó hacia tu valle tenebroso,
que oro de espiga ni frescor de pozo
ni pajarera gárrula sustenta.

En tu luz gravitante y macilenta,
quebrado el equilibrio del reposo,
vago sobre tu espíritu medroso
como un jirón de bruma cenicienta.

Libre soy de tornar a mis alcores
do Eros impúber la zampoña toca
ceñido de corderos y pastores;

mas a exilio perpetuo me provoca
la chispa de tus ojos turbadores,
la roja encrespadura de tu boca.


NARCÍS COMADIRA




Septiembre



Luz de septiembre.
Corto un brote de hinojo.
Vuelven deprisa
veranos idos. Brumas
de deseos caducos.


De: "En cuarentena"

Versión de Dolors Ollé

RAMON DE CAMPOAMOR





Quién supiera escribir...



«Escribidme una carta, señor cura.» 
-Ya sé para quien es. 
«¿Sabéis quién es, porque una noche oscura
nos visteis juntos?» 
                               -Pues...  
Perdonad;  mas... . No extraño ese tropiezo.
La noche... la ocasión... 
Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:
Mi querido Ramón :
«¿Querido...? Pero, en fin, ya lo habéis puesto...» 
-Si no queréis...  
                            «¡Sí, sí!» 
-¡Qué triste estoy! ¿No es eso?  
«Por supuesto.» 
¡Qué triste estoy sin ti!» 
-Una congoja al empezar me viene ... 
«¿Cómo sabéis mi mal?...» 
-Para un viejo, una niña siempre tiene 
el pecho de cristal. 
-¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
¿Y contigo? Un edén.
«Haced la letra clara, señor cura;
que lo entienda eso bien.» 
-El beso aquel que de marchar al punto
te di... «¿Cómo sabéis?...» 
-Cuando se va y se viene y se está junto
siempre ... no os afrentéis.
Y si volver tu afecto no procura,
tanto me harás sufrir...
«¿Sufrir y nada más? No, señor cura. 
¡Que me voy a morir!» 
-¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo...? 
«Pues sí, señor, ¡morir!» 
-Yo no pongo morir.  «¡Qué hombre de hielo! 
¡Quién supiera escribir!
¡Señor rector, señor rector! En vano 
me queréis complacer,
si no encarnan los signos de la mano 
todo el ser de mi ser.
Escribidle, por Dios, que el alma mía 
ya en mí no quiere estar;
que la pena no me ahoga cada día... 
porque puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento, 
no se saben abrir;
que olvidan de la risa el movimiento,
a fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
cargados con mi afán,
como no tienen quién se mire en ellos,
cerrados siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
la ausencia el más atroz;
que es un perpetuo sueño de mi oído
el eco de su voz...
Que siendo por su causa, el alma mía 
¡goza tanto en sufrir...!
Dios mío, ¡cuántas cosas le diría
si supiera escribir!»


Epílogo

-Pues, señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo:
A don Ramón ... en fin,
que es inútil saber para esto arguyo
ni el griego ni el latín.