martes, 15 de octubre de 2019


LÉOPOLD SÉDAR SENGHOR





Carta a un poeta

A Aimé Césaire



¡Para el Hermano amado y para el amigo, mi saludo tosco
y fraternal!
Las gaviotas negras, los navegantes de los grandes ríos
han hecho que goce de tus noticias
Mezcladas con especies, con ruidos olorosos de los Ríos
del Sur y de las Islas.
Ellos me han hablado de tu confianza, de la eminencia de
tu frente y de la flor de tus labios sutiles
Que te hacen, tus discípulos, columna de silencio, una
rueda de pavo real
Que se eleva hasta la luna, tú resistes su celo alterado
y jadeante.
¿Es acaso tu perfume de frutas fabulosas o tu estela de
luz en pleno medio día?
¡Cuántas mujeres con piel de zapotillo en el harem de tu
espíritu!
Mi encanto más allá de los años, bajo la ceniza de tus
párpados
La brasa ardiente, tu música hacia la que tendemos
nuestras manos y nuestros corazones de antaño.
¿Habrás olvidado tu nobleza, que es el canto
A los Ancestros, Los Príncipes y los Dioses, que no son
ni flor ni gotas de rocío?
Debiste ofrecer a los Espíritus los frutos blancos
de tu jardín
Tú no comes sino la flor, recolectada el mismo año
del fino mijo
Y no hurtas ni un pétalo para perfumar tu boca.
En el fondo del pozo de mi memoria, toco
Tu rostro de donde saco el agua que refresca mi gran
aflicción.
Te diluyes con aristocracia, acodado en la cima de una
colina clara,
Tu lecho oprime la tierra que dulcemente castiga.
Los tam-tam, en las llanuras ahogadas, marcan el ritmo,
tu canto, y tu verso es la respiración de la noche
y del mar lejano.
Tú cantaste a los Ancestros y a los Príncipes legítimos
Tú cogiste una estrella del firmamento para la rima
Rítmica a contratiempo; y los pobres a tus pies desnudos
arrojaron las esteras con la ganancia de un año
Y las mujeres a tus pies desnudos, su corazón de ámbar
y la danza de sus almas desolladas.
Mi amigo, mi amigo —¡Oh, regresarás, regresarás!
Yo te esperaré — mensaje confiado al capitán del cúter
bajo el Kaicedrat.*
Tú regresarás para el festín de las primicias. Cuando
humee sobre los techos la dulzura del atardecer al
declinar el sol,
Y paseen los atletas su juventud, adornada como los novios,
conviene que allí estés.


* Árbol de la familia de las acacias.


JORGE ENRIQUE ADOUM




  
Historia de soldados



Cuando de ti me desentierra el día
con sus ásperos oficios y me repone a los sucesos,
como si al final de esa navegación nocturna
en la que hemos llorado y conversado, llorado y
permanecido,
debiera regresar a recoger mis pasos,
caminando a morir, como el anciano
vencido a lento plazo por sí mismo,
sólo entonces, fríamente despegado de tu piel,
gravemente solitario, entro a mi vacío traje
que te sintió a su lado cada víspera,
pregunto por ti, por mí, por qué sucede,
por qué así, hablando de las cosas
cuya balanza se rompe sin perdón en tu rodillas.

Después de aquel tendero elemental
que espantó tus muslos de hermética cerveza,
después de ese judío persistente, después
del otro que a pie disperso te perdía,
¿fui yo el último soldado, el de los últimos
pies, el que vino a recoger ya sólo tu vestigio
como la condecoración del que cayó a mi lado?

¿Fue acaso tu deseo desertor, ola ciega
que se rompe antes de encontrar su cúpula,
quien llevó mis cenizas a tu vientre baldío?
Oh ausente, siempre ida porque nunca
estamos juntos, porque nunca trajiste
tu heráldica animal, tu herrumbre
transparente al lado de mi pelo que te empuja,
porque nunca tuvimos una cama precisa
que oliera a cuerpo doble, a aceite comulgado,
ni una noche repetida a cuyo cauce
rueden nuestros zapatos juntos, ni un suelo
donde puedan quebrarse las tazas de los dos, las
manchas
salidas de los dos, tu paso de menta
o nieve porque duermo, o tus ligas
y medias y enaguas y preguntas regadas
que me digan: "Por esta puerta, desde esta palabra,
hacia esa fotografía comenzó a partir".
Nada que en mi presencia puedas
reconocer un día: "Esto fue mío. Esto te dejo.
Le he lavado el rostro, los pañuelos".

No fuiste tú, pequeña tejedora, perseguida
y herida por ti, ni son tus manos
donde esta mitad de un pan apresurado crecería.
Fue la primera sílaba, el hallazgo
de lo duro y ajeno en mi abandono,
fue mi subsistir por un clavo, por un diente
que otro había usado, por las uñas, los huesos
o la mujer del hombre derribado. Ya venía
con mis ángeles enfermos, ignorando
la inicial extranjera de los pétalos,
el pequeño lenguaje del encuentro, las palomas.
Y hasta de las caderas sacramentales que acechaba
sólo tuve el regreso a tu humilde cadera,
sólo los pedazos de las cosas,
sólo el polvo familiar, lo permitido.

(Yo te traigo esta moneda salvada de pagar
o de perderse, esta esperanza, esta duda
de escoger entre la comida temblorosa
que trae en tu cuchara dos bocados,
y el hotel por una noche en donde callas
y comprendes y en donde solamente somos
una mujer y un hombre, pasajeros,
sin nombre, sin vestidos, adquiriendo
sólo trozos de sueño después de que has temblado,
como si dijéramos abrigo, alimento, cereal, gavilla,
como si en esta hora de crecida hambre ritual
aún nos fuera dado elegir qué instinto,
qué sombra compartida, qué bisel nos mata menos.)

Yo solamente buscaba en tu puerta arremetida
por los prófugos perros agredidos
y mi violento alcohol que en tu deseo ardía,
el aceite ritual o la ceniza bruja
con que entró hasta tus piernas la pobreza:
y nada sino la lluvia con sus cordeles turbios,
nada sino tu olor a corcho envejecido
y aquello que nos quema en la piel o nos penetra
por su propia humedad de dolor, como la ortiga.

Por eso, cuando digo miedo y amanecer sin sexo como
un viudo,
y alaridos golpeándose las alas en maderas salvajes,
es como si hablara de una maldición,
de 13 personas a la cena nupcial en que he nacido,
de azúcar derramada, de quebrada arena
estelar, llegada de qué espejo roto por tu mano.

¿Es que siempre será igual, siempre
este ancho domingo creciendo entre paredes?
¿Es que debes atarte las manos a los pechos
para que nunca, nunca, te peinen en la noche,
para que no derriben a tu madre, que no la toquen
en sus sillas y su retrato, junto a su baraja
tartamuda y a la cáscara de su padrenuestro?
¿Y nunca me dirán qué carta, qué escalera
de sangre, qué madrugada lila
te desató los pies para que vayas
de cama en cama, de cuerpo en cuerpo,
huyéndote otra vez, temiéndote, olvidándote?

Esta es una lejana historia de soldados
en que siempre se vuelve al cuartel espantoso.
Y hay un himno a redoble, a latigazo puro,
tambor de funeral, marcha en regreso
de sólo los pedazos que han quedado,
y hay un eludir las tuberosas de la muerte,
una invitación, como la luz de un dormitorio,
a buscar tu cabello original, tus primeros pechos,
para decirte a ti, que traías a mis dientes
un pan robado, una naranja nocturna en los vestidos:
"Vengo para cuidar lo que me queda: el ojo
solitario, el único brazo defendido,
la rodilla que espera tu cansancio. Vengo todavía
con un trozo de fusil, con una espina
victoriosa".
Oh nunca defendida, cintura
de aguacero ceñida a mi voz seca de soldado,
llena de paja y corazón como una hoguera.


De: “Ecuador amargo”


PIER PAOLO PASOLINI





Fragmento epistolar, al joven Codignola



Querido joven: así sea, encontrémonos,
pero no te esperes nada de este encuentro.
Si acaso, una nueva decepción, un nuevo
vacío: de esos que le hacen bien
a la dignidad narcisista, como un dolor.
A mis cuarenta años soy como de diecisiete.
Frustrados, el cuarentón y el de diecisiete
por cierto se pueden encontrar, balbuciendo
ideas convergentes acerca de problemas
entre los cuales se abren dos decenios, toda una vida,
y que aparentemente son los mismos.
Hasta que una palabra dicha por gargantas inciertas,
aridecida de llanto y ganas de estar solos
les revela su incurable disparidad.
No obstante, asumiré el papel de poeta
padre, y me atrincheraré en la ironía
—que te incomodará: por ser el cuarentón
más alegre y joven que el de diecisiete,
el nuevo amo de la vida.
Además de esta apariencia, de esta semejanza,
no tengo nada más qué decirte.
Soy avaro, lo poco que poseo
me lo ciño al corazón diabólico.
Y los dos palmos de piel entre pómulo y mentón,
bajo la boca retorcida a fuerza de sonrisas,
de timidez, y la mirada que ha perdido
su dulzura, como un higo acedado,
te parecerían el retrato
justo de esa madurez que te daña,
madurez no fraterna. ¿De qué puede servirte
un contemporáneo —simplemente entristecido
en la flacura que le devora la carne?
Dio lo que tenía que dar, el resto
es árida piedad.


De: “Poesía en forma de rosa”


ATTILA JÓZSEF





Corazón puro



No tengo ni padre ni madre,
no tengo ni patria ni Dios,
no tengo ni cuna ni sudario,
no tengo ni sombra de amor.

Hace tres días que no como
siquiera un grano de frijol.
El poder de mis veinte años
se lo vendo al mejor postor.

Y si nadie quiere comprármelo
al diablo se lo venderé.
Robaré, puro el corazón,
y, si es preciso, mataré.

Seré atrapado y luego ahorcado.
La santa tierra me tendrá
y a mi precioso corazón
yerba fatal le crecerá.




PEDRO GANDIA








Tormenta de verano



Llueve sombras la tarde.
Tras el balcón abierto,
Dios desnudo sonríe
Iluminando.

(1984)