"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
domingo, 28 de octubre de 2018
CRISTINA GÓMEZ
En memoria
Hoy
amaneció el cielo
2 de octubre
como nuestro recuerdo
el odio y el amor
corren por el asfalto
como en aquella plaza
Hoy amaneció siendo
las 5:30 de la tarde
como nuestro recuerdo
el amor ha crecido por años
en cada rebeldía
en cada obrero en lucha
Hoy amaneció así
año sesenta y ocho
como nuestro recuerdo
el odio se convierte
en guerrilla
huelga en la fábrica
Hoy amaneció siendo
2 de octubre 5:30 p.m. año 68
como nuestro amor y nuestro odio
Tomaremos la calle
Como de julio a octubre
Con la esperanza a cuestas
No puede tanta sangre
lavarse con el tiempo
ni perder su sentido
No podrá el asesino
seguir en el silencio
alimentando el miedo.
de la
sangre,
2 de octubre
como nuestro recuerdo
el odio y el amor
corren por el asfalto
como en aquella plaza
Hoy amaneció siendo
las 5:30 de la tarde
como nuestro recuerdo
el amor ha crecido por años
en cada rebeldía
en cada obrero en lucha
Hoy amaneció así
año sesenta y ocho
como nuestro recuerdo
el odio se convierte
en guerrilla
huelga en la fábrica
Hoy amaneció siendo
2 de octubre 5:30 p.m. año 68
como nuestro amor y nuestro odio
Tomaremos la calle
Como de julio a octubre
Con la esperanza a cuestas
No puede tanta sangre
lavarse con el tiempo
ni perder su sentido
No podrá el asesino
seguir en el silencio
alimentando el miedo.
de la
sangre,
JOSÉ LANDA
Un vaho invernal
(Segunda variación de la neblina)
Cuatro continentes
heridos en mi pecho. Creía que conquistaría el mundo
Muhammad Al-Magut
Hay un
vaho invernal que nos envuelve,
que
seduce, que invade los caminos
del
ayer y el mañana
como si
todo el año fuese un mismo diciembre.
Hay
demasiado invierno en los caminos
del
tiempo, de la tierra,
como
palabras y conversaciones.
Digamos,
pues, que el mundo,
está
comunicado
por
partículas de aire, por silencios y ruidos
que
mataron Babel,
por un
aire que va más allá de los puentes
que
apenas se distinguen a lo lejos
cuando
se viaja en tren,
y se
olvidan las calles, la rutina
de la
humedad y el polvo en los rincones
de los
días aciagos cuando todo es estático
pese al
gris movimiento de ciudades
que
devoran la calma de la gente.
Hay
demasiado invierno en los caminos,
para el
calor que adentro nos enciende
como
lámparas viejas que arrinconó el otoño.
Subimos
a los trenes,
aliados
contumaces del destino,
y puede
que viajemos paralelos a riberas de ríos
que son
hijos de Heráclito el desnudo de instantes,
de
relojes que apresen su espíritu de nómada.
Sopla
el vaho del viaje contra las ventanillas,
empaña
los cristales del ahora,
del
ayer y el mañana de este desplazamiento,
alza
efigies de polvo en la trastienda
del
cuerpo, los sentidos
que madriguera
son del pensamiento.
También
digamos que en este trayecto,
vemos
hordas de imágenes y huellas,
repúblicas
enteras de sonidos
que
anidaron por mucho entre la ropa
y se
afianzaron fuerte al equipaje
de la
memoria nuestra.
Muy a
pesar de todos los vigías
que
recorren adentro los pasillos,
y
estaciones afuera,
algo
que soslayamos nos detiene
y
entonces otra gente se aprovecha
para
sumarse pronta
al
tráfico infinito de este tren
que
alguien imaginó como una flecha
en
busca de algún blanco misterioso
más
allá de los días y las horas
que
secuestran ciudades y azuzan a viajeros
detrás
de nuevos rumbos que inventar.
Hay un
caos que impera en cualquier estación
de ese
mundo agorero,
donde
bajan y suben los viajantes
del
inminente invierno que invade al porvenir.
Sobra
decir la luz,
mejor
decir la bruma, las preguntas
de
futuros arcanos
que
aguardan más allá del horizonte.
Es
preferible entonces un poco de neblina
que
ilumine este invierno cuyo vaho
humedezca
el azar de la mirada,
sus placeres
y miedos en caminos extraños
que se
vuelven moneda cotidiana.
El
estupor recorre nuestras venas
como
rieles del tiempo.
Atisbar
hacia adentro no nos libra
de
tocar el afuera
como la
piel de vírgenes lloviznas.
Entonces
el lenguaje, los sentidos,
tejen
un hilo que durante el día
enreda
al universo, y por la noche sirve
de
Lazarillo torpe que les indica búsquedas
–tal
vez interminables, absurdas inclusive–,
sitios
de los que nadie jamás ha comentado.
Y es
que un vaho invernal se cuela en todas partes,
la
cuestión es andar pese a su frío,
reducirlo
quizás a una voluta de humo
que
surja de cualquier cigarro Camel,
dejarla
en el andén del arrepentimiento,
mientras
los ojos trazan en los rieles
un
horizonte curvo y nada más,
pese al
vaho invernal que nos envuelva,
que
seduzca, que invada los caminos
del
ayer y el mañana como si todo el año
fuese
un mismo diciembre
y el
tren fuera un instante
que nos
muestre fugaz el infinito.
BENJAMÍN VALDIVIA
Ojo sobre la tarde
Arraigo en esta piedra de frente al horizonte.
Un solo sol se clava en los dos ojos.
Mis
pies son estas piedras.
Mi sudor estos ríos.
Mi sudor estos ríos.
Soy un
árbol absorto en el paisaje.
Bosque
para erigir una ciudad
o para construir un lecho.
o para construir un lecho.
Imperturbable
como las tapias más pacientes
espero en el silencio por los últimos rayos.
como las tapias más pacientes
espero en el silencio por los últimos rayos.
Pronto
seré otra sombra,
algo menos que las piedras que piso.
algo menos que las piedras que piso.
De: “Llegar desde la Tierra”
ISABEL RODRÍGUEZ BAQUERO
Nocturno
Estás en mí, esta noche, sin posible retorno,
sin un solo recurso que me libre de ti.
Te siento en mi cintura como un estrecho abrazo,
te siento en mi garganta, donde tiembla tu voz.
Me siguen en la noche tus ojos insondables,
ese infinito océano, oscuro y abismal.
Me envuelve tu silencio, tu indefensa ternura,
tus largos aislamientos, tu tristeza tenaz.
Me salpica la boca el chorro de tu risa,
subes en oleadas constantes por mi piel.
No puedo defenderme del calor de tus manos,
ni de tu boca triste, ni de tu claridad.
Te siento como un hierro candente en el costado,
llevo grabada a fuego la marca del amor.
Estás entre mis libros, mis antiguos papeles,
la música que amo, en mi viejo reloj.
Te enredas en mis versos, te bebes mis palabras
y todo lo que escribo te transparenta a ti.
Esta noche te siento subir por mi silencio
y siento que ya nada me queda por hablar.
No quiero que me ocupes, no quiero que me afluyas
como un río incesante de piedras y de sal.
No quiero que me envuelvas, pero tal vez lo quiero.
Tal vez ya no supiera cómo vivir sin ti.
Estás en mí, esta noche, y ya no me defiendo:
arrásame la vida y déjame morir.
Estás en mí, esta noche, sin posible retorno,
sin un solo recurso que me libre de ti.
Te siento en mi cintura como un estrecho abrazo,
te siento en mi garganta, donde tiembla tu voz.
Me siguen en la noche tus ojos insondables,
ese infinito océano, oscuro y abismal.
Me envuelve tu silencio, tu indefensa ternura,
tus largos aislamientos, tu tristeza tenaz.
Me salpica la boca el chorro de tu risa,
subes en oleadas constantes por mi piel.
No puedo defenderme del calor de tus manos,
ni de tu boca triste, ni de tu claridad.
Te siento como un hierro candente en el costado,
llevo grabada a fuego la marca del amor.
Estás entre mis libros, mis antiguos papeles,
la música que amo, en mi viejo reloj.
Te enredas en mis versos, te bebes mis palabras
y todo lo que escribo te transparenta a ti.
Esta noche te siento subir por mi silencio
y siento que ya nada me queda por hablar.
No quiero que me ocupes, no quiero que me afluyas
como un río incesante de piedras y de sal.
No quiero que me envuelvas, pero tal vez lo quiero.
Tal vez ya no supiera cómo vivir sin ti.
Estás en mí, esta noche, y ya no me defiendo:
arrásame la vida y déjame morir.
ALEYDA QUEVEDO ROJAS
Una certeza
Me
deslizo
entre
camas metálicas
y
tanques de oxígeno
estoy
helada
en el
fondo marino de este hospicio
ya mis
deudos aceptan que las cenizas
regresarán
a las montañas
de
dónde salí
cuando
las piedras se movieron
por la
fe de mis padres.
REINA MARÍA RODRÍGUEZ
al menos así lo veía a contraluz
Para Fernando García
he prendido sobre la foto una tachuela roja.
-sobre la foto famosa y legendaria-
el ectoplasma de lo que ha sido,
lo que se ve en el papel es tan seguro
como lo que se toca. la fotografía
tiene algo que ver con la resurrección.
-quizás ya estaba allí
en lo real en el pasado
con aquel que veo ahora en el retrato.
los bizantinos decían que la imagen de Cristo
en el sudario de Turín no estaba hecha
por la mano del hombre.
he deportado ese real hacia el pasado;
he prendido sobre la foto una tachuela roja.
a través de esa imagen (en la pared, en la foto)
somos otra vez contemporáneos.
la reserva del cuerpo en el aire de un rostro,
esa anímula, tal como él mismo,
aquel a quien veo ahora en el retrato
algo moral, algo frío.
era finales de siglo y no había escapatoria.
la cúpula había caído, la utopía
de una bóveda inmensa sujeta mi cabeza,
había caído.
el cristo negro de la Iglesia del Cristo
-al menos, así lo veía a contra luz-
reflejando su alma en pleno mediodía.
podía aún fotografiar al Cristo aquel;
tener esa resignación casual
para recuperar la fe.
también volver los ojos para mirar las hojas amarillas,
el fantasma de árbol del Parque Central,
su fuente seca.
(y tú que me exiges todavía alguna fe).
mi amigo era el hijo supuesto o real.
traía los poemas en el bolsillo
del pantalón escolar.
siempre fue un muchacho poco común
al que no pude amar
porque tal vez, lo amé. la madre (su madre),
fue su amante (mental?)
y es a lo que más le temen.
qué importa si alguna vez se conocieron
en un plano más real.
en la casa frente al malecón, tenía aquel
viejo libro de Neruda dedicado por él.
no conozco su letra, ni tampoco la certeza.
no sé si algo pueda volver a ser real.
su hijo era mi amigo,
entre la curva azul y amarilla del mar.
lo que se ve en el papel es tan seguro
como lo que se toca. (aprieto la tachuela roja,
el clic del disparador... lo que se ve no es
la llama de la pólvora, sino el minúsculo relámpago
de una foto).
el hijo, (su hijo) vive en una casa amarilla
frente al malecón -nadie lo sabe, él tampoco lo sabe-
es poeta y carpintero.
desde niño le ponían una boina
para que nadie le robara la ilusión de ser,
algún día, como él.
algo en la cuenca del ojo, cierta irritación;
algo en el silencio y en la voluntad
se le parece, entre la curva azul
y amarilla del mar.
-dicen que aparecieron en la llanura
y que no estaba hecha por la mano del hombre-
quizás ya estaba allí, esperándonos.
la verosimilitud de la existencia es lo que importa,
pura arqueología de la foto, de la razón.
y tú que me exiges todavía alguna fe).
el Cristo negro de la Isla del Cristo sigue intocable,
a pesar de la falsificación que han hecho
de su carne en la restauración;
la amante sigue intocable
y asiste a los homenajes en los aniversarios;
(su hijo), mi amigo, el poeta, el carpintero de Malecón,
pisa con sus sandalias cuarteadas
las calles de La Habana;
los bares donde venden un ron barato a granel
y vive en una casa amarilla
entre la curva azul y oscurecida del mar.
que importancia tiene haber vivido
por más de quince años tan cerca del espíritu de aquel,
de su rasgo más puro, de su ilusión genética,
debajo de la sombra corrompida
del árbol único del verano treinta años después?
si él ha muerto, si él también va a morir?
no me atrevo a poner la foto legendaria sobre la pared.
un simple clic del disparador, una tachuela roja
y los granos de plata que germinan
(su inmortalidad)
anuncian que la foto también ha sido atacada
por la luz; que la foto también morirá
por la humedad del mar, la duración;
el contacto, la devoción, la obsesión
fatal de repetir tantas veces que seríamos como él.
en fin, por el miedo a la resurrección,
porque a la resurrección toca también la muerte.
sólo me queda saber que se fue, que se es
la amante imaginaria de un hombre imaginario
(laberíntico)
la amiga real del poeta de Malecón,
con el deseo insuficiente del ojo que captó
su muerte literal, fotografiando cosas
para ahuyentarlas del espíritu después;
al encontrarse allí, en lo real en el pasado
en lo que ha sido
por haber sido hecha para ser como él;
en la muerte real de un pasado imaginario
-en la muerte imaginaria de un pasado real-
donde no existe esta fábula, ni la importancia
o la impotencia de esta fábula,
sin el derecho a develarla
(un poema nos da el derecho a ser ilegítimos en algo más
que su trascendencia y su corruptibilidad).
un simple clic del disparador
y la historia regresa como una protesta de amor
(Michelet)
pero vacía y seca. como la fuente del Parque Central
o el fantasma de hojas caídas que fuera su árbol protector.
ha sido atrapada por la luz (la historia, la verdad)
la que fue o quiso ser como él,
la amistad del que será o no será jamás su hijo,
la mujer que lo amó desde su casa abierta,
anónima, en la página cerrada de Malecón;
debajo de la sombra del clic del disparador
abierto muchas veces
en los ojos insistentes del muchacho
cuya almendra oscurecida
aprendió a mirar
y a callar
como elegido.
(y tú me exiges todavía alguna fe?)
Para Fernando García
he prendido sobre la foto una tachuela roja.
-sobre la foto famosa y legendaria-
el ectoplasma de lo que ha sido,
lo que se ve en el papel es tan seguro
como lo que se toca. la fotografía
tiene algo que ver con la resurrección.
-quizás ya estaba allí
en lo real en el pasado
con aquel que veo ahora en el retrato.
los bizantinos decían que la imagen de Cristo
en el sudario de Turín no estaba hecha
por la mano del hombre.
he deportado ese real hacia el pasado;
he prendido sobre la foto una tachuela roja.
a través de esa imagen (en la pared, en la foto)
somos otra vez contemporáneos.
la reserva del cuerpo en el aire de un rostro,
esa anímula, tal como él mismo,
aquel a quien veo ahora en el retrato
algo moral, algo frío.
era finales de siglo y no había escapatoria.
la cúpula había caído, la utopía
de una bóveda inmensa sujeta mi cabeza,
había caído.
el cristo negro de la Iglesia del Cristo
-al menos, así lo veía a contra luz-
reflejando su alma en pleno mediodía.
podía aún fotografiar al Cristo aquel;
tener esa resignación casual
para recuperar la fe.
también volver los ojos para mirar las hojas amarillas,
el fantasma de árbol del Parque Central,
su fuente seca.
(y tú que me exiges todavía alguna fe).
mi amigo era el hijo supuesto o real.
traía los poemas en el bolsillo
del pantalón escolar.
siempre fue un muchacho poco común
al que no pude amar
porque tal vez, lo amé. la madre (su madre),
fue su amante (mental?)
y es a lo que más le temen.
qué importa si alguna vez se conocieron
en un plano más real.
en la casa frente al malecón, tenía aquel
viejo libro de Neruda dedicado por él.
no conozco su letra, ni tampoco la certeza.
no sé si algo pueda volver a ser real.
su hijo era mi amigo,
entre la curva azul y amarilla del mar.
lo que se ve en el papel es tan seguro
como lo que se toca. (aprieto la tachuela roja,
el clic del disparador... lo que se ve no es
la llama de la pólvora, sino el minúsculo relámpago
de una foto).
el hijo, (su hijo) vive en una casa amarilla
frente al malecón -nadie lo sabe, él tampoco lo sabe-
es poeta y carpintero.
desde niño le ponían una boina
para que nadie le robara la ilusión de ser,
algún día, como él.
algo en la cuenca del ojo, cierta irritación;
algo en el silencio y en la voluntad
se le parece, entre la curva azul
y amarilla del mar.
-dicen que aparecieron en la llanura
y que no estaba hecha por la mano del hombre-
quizás ya estaba allí, esperándonos.
la verosimilitud de la existencia es lo que importa,
pura arqueología de la foto, de la razón.
y tú que me exiges todavía alguna fe).
el Cristo negro de la Isla del Cristo sigue intocable,
a pesar de la falsificación que han hecho
de su carne en la restauración;
la amante sigue intocable
y asiste a los homenajes en los aniversarios;
(su hijo), mi amigo, el poeta, el carpintero de Malecón,
pisa con sus sandalias cuarteadas
las calles de La Habana;
los bares donde venden un ron barato a granel
y vive en una casa amarilla
entre la curva azul y oscurecida del mar.
que importancia tiene haber vivido
por más de quince años tan cerca del espíritu de aquel,
de su rasgo más puro, de su ilusión genética,
debajo de la sombra corrompida
del árbol único del verano treinta años después?
si él ha muerto, si él también va a morir?
no me atrevo a poner la foto legendaria sobre la pared.
un simple clic del disparador, una tachuela roja
y los granos de plata que germinan
(su inmortalidad)
anuncian que la foto también ha sido atacada
por la luz; que la foto también morirá
por la humedad del mar, la duración;
el contacto, la devoción, la obsesión
fatal de repetir tantas veces que seríamos como él.
en fin, por el miedo a la resurrección,
porque a la resurrección toca también la muerte.
sólo me queda saber que se fue, que se es
la amante imaginaria de un hombre imaginario
(laberíntico)
la amiga real del poeta de Malecón,
con el deseo insuficiente del ojo que captó
su muerte literal, fotografiando cosas
para ahuyentarlas del espíritu después;
al encontrarse allí, en lo real en el pasado
en lo que ha sido
por haber sido hecha para ser como él;
en la muerte real de un pasado imaginario
-en la muerte imaginaria de un pasado real-
donde no existe esta fábula, ni la importancia
o la impotencia de esta fábula,
sin el derecho a develarla
(un poema nos da el derecho a ser ilegítimos en algo más
que su trascendencia y su corruptibilidad).
un simple clic del disparador
y la historia regresa como una protesta de amor
(Michelet)
pero vacía y seca. como la fuente del Parque Central
o el fantasma de hojas caídas que fuera su árbol protector.
ha sido atrapada por la luz (la historia, la verdad)
la que fue o quiso ser como él,
la amistad del que será o no será jamás su hijo,
la mujer que lo amó desde su casa abierta,
anónima, en la página cerrada de Malecón;
debajo de la sombra del clic del disparador
abierto muchas veces
en los ojos insistentes del muchacho
cuya almendra oscurecida
aprendió a mirar
y a callar
como elegido.
(y tú me exiges todavía alguna fe?)
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