"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
miércoles, 11 de septiembre de 2019
ROBERTO AMÉZQUITA
Umbral
(A)
Desnacen
las astillas de la luz en el presagio,
el basamento vocal anuda
la urdimbre de las estrellas,
y sólo la tráquea queda
para decir la noche.
La tiniebla arde su constelación,
anuncia el inicio de las vindicaciones.
(Debo pronunciar la llama de cada vela, el canto
de cierta sombra en mitad del día).
El nombre se apenumbra en las auroras,
los rincones oscuros labran
su fragor en el espejo,
y su plateadura musical,
relumbra en disonancias.
las astillas de la luz en el presagio,
el basamento vocal anuda
la urdimbre de las estrellas,
y sólo la tráquea queda
para decir la noche.
La tiniebla arde su constelación,
anuncia el inicio de las vindicaciones.
(Debo pronunciar la llama de cada vela, el canto
de cierta sombra en mitad del día).
El nombre se apenumbra en las auroras,
los rincones oscuros labran
su fragor en el espejo,
y su plateadura musical,
relumbra en disonancias.
(B)
El
equilibrio en desencuentro también hace armonía,
el crepúsculo arremete en contra de sus repeticiones
y la noche se vuelve a favor de la tiniebla conmovida.
Los afectos del espíritu irradian sus ecos interminables
aunque no todo nos mueve a la turbación de la penumbra,
sí ésta consagración nocturna en que las pupilas se dilatan.
Las hogueras emocionales relumbran su estruendo,
hay ya demasiada claridad en el escándalo del día.
La luz se agita
entre el significado de la nada.
el crepúsculo arremete en contra de sus repeticiones
y la noche se vuelve a favor de la tiniebla conmovida.
Los afectos del espíritu irradian sus ecos interminables
aunque no todo nos mueve a la turbación de la penumbra,
sí ésta consagración nocturna en que las pupilas se dilatan.
Las hogueras emocionales relumbran su estruendo,
hay ya demasiada claridad en el escándalo del día.
La luz se agita
entre el significado de la nada.
CLAUDIA MASIN
Nazareno Cruz y el lobo
Alguna
vez, sentados alrededor de un fuego, nos hemos contado
las historias que amábamos. Las que fueron repetidas
tantas veces que hemos terminado
por creerlas. No son verdaderas ni falsas, y en última instancia
no importaría: todos estamos hechos de historias
inventadas. Si no las tuviéramos, el cuerpo se nos difuminaría
hasta borrarse, liviano e insignificante
como las cenizas deshaciéndose en el aire. Las personas,
a diferencia de los árboles o los animales, tenemos
que juntarnos para poder ser reales, reunidos parecemos
más que sombras, parecemos ciertos, parece que duraremos
mucho más que el lapso pequeñísimo que de verdad duramos. ¿Cómo
seres tan frágiles y necesitados podemos ser capaces
de causar tanto daño? Quizás se trate de eso justamente:
la necesidad de dejar marca, de hincar las garras en el mundo
y dejarlo lastimado para que algo quede y no desaparezcamos
como si nunca hubiéramos estado. Yo he sido tantas veces
el lobo que arranca el corazón de la presa y se lo lleva
entre las fauces, he despertado un dolor insoportable
donde antes había calma
y ni el aullido del animal desollado ha podido
detener en mí la furia de la caza, la sangre que se revuelve,
regocijada, ante el sufrimiento ajeno. ¿Y qué pasó
con lo que más amaba? También fue alcanzado
por mi dentellada. Porque
¿cómo se cuida de esa ferocidad a quien se ama?
¿de qué manera se evita que la violencia lo alcance,
si la violencia es un rayo que una vez suelto andará por el mundo
buscando el blanco, y no elegirá: será elegido por un cuerpo
cualquiera, el imán que lo atraiga sin conciencia de estar
atrayendo hacia sí el fuego y la desgracia? Ah, si ese lobo
que somos se saciara alguna vez, si la codicia tuviera
un término, un lugar de llegada, si pudiéramos juntarnos
con la manada y descansar de la rabia, del hambre
que no cesa, del tormento de tener colmillos y garras,
si hubiera una esperanza, una sola, de dejar
de lastimar y lastimarnos, yo la dejaría a tus pies,
para que hicieras con ella, mi esperanza,
lo que quisieras: la tomaras en tus manos,
la rechazaras, la dejaras crecer
o marchitarse. La maldición de quien no puede amar
es que está solo, y quien está solo hace
lo que hacen los lobos: ataca y destroza lo que puede,
por miedo a ser atacado y destrozado. ¿Y quién
puede amar, quién no está solo, si hemos sido criados
como predadores, si no sabemos más que defender
el territorio? Tiene que haber un modo, hay que inventar
una historia que nos salve. La historia
que asegure que, a la hora del terror, siempre alguien
vendrá a rescatarnos y no nos dejará
lamer la sangre envenenada de la herida, la que enferma
de odio y empuja a la venganza. Tiene que haber un modo
de curarnos. Un modo de que no nos desgarremos por torpeza
y descuido cada vez que intentemos acercarnos
los unos a los otros para darnos
algo distinto a lo que hemos recibido, algo
que no puede destruir ni ser destruido:
qué tremendamente hermoso
sería si pudiéramos
desprendernos de este cuerpo malherido
que siente al mundo y a los demás como rivales
en una tarea agotadora, interminable: tener
un pecho que respire, una boca que trague, es decir,
sobrevivir para nadie, para nada.
las historias que amábamos. Las que fueron repetidas
tantas veces que hemos terminado
por creerlas. No son verdaderas ni falsas, y en última instancia
no importaría: todos estamos hechos de historias
inventadas. Si no las tuviéramos, el cuerpo se nos difuminaría
hasta borrarse, liviano e insignificante
como las cenizas deshaciéndose en el aire. Las personas,
a diferencia de los árboles o los animales, tenemos
que juntarnos para poder ser reales, reunidos parecemos
más que sombras, parecemos ciertos, parece que duraremos
mucho más que el lapso pequeñísimo que de verdad duramos. ¿Cómo
seres tan frágiles y necesitados podemos ser capaces
de causar tanto daño? Quizás se trate de eso justamente:
la necesidad de dejar marca, de hincar las garras en el mundo
y dejarlo lastimado para que algo quede y no desaparezcamos
como si nunca hubiéramos estado. Yo he sido tantas veces
el lobo que arranca el corazón de la presa y se lo lleva
entre las fauces, he despertado un dolor insoportable
donde antes había calma
y ni el aullido del animal desollado ha podido
detener en mí la furia de la caza, la sangre que se revuelve,
regocijada, ante el sufrimiento ajeno. ¿Y qué pasó
con lo que más amaba? También fue alcanzado
por mi dentellada. Porque
¿cómo se cuida de esa ferocidad a quien se ama?
¿de qué manera se evita que la violencia lo alcance,
si la violencia es un rayo que una vez suelto andará por el mundo
buscando el blanco, y no elegirá: será elegido por un cuerpo
cualquiera, el imán que lo atraiga sin conciencia de estar
atrayendo hacia sí el fuego y la desgracia? Ah, si ese lobo
que somos se saciara alguna vez, si la codicia tuviera
un término, un lugar de llegada, si pudiéramos juntarnos
con la manada y descansar de la rabia, del hambre
que no cesa, del tormento de tener colmillos y garras,
si hubiera una esperanza, una sola, de dejar
de lastimar y lastimarnos, yo la dejaría a tus pies,
para que hicieras con ella, mi esperanza,
lo que quisieras: la tomaras en tus manos,
la rechazaras, la dejaras crecer
o marchitarse. La maldición de quien no puede amar
es que está solo, y quien está solo hace
lo que hacen los lobos: ataca y destroza lo que puede,
por miedo a ser atacado y destrozado. ¿Y quién
puede amar, quién no está solo, si hemos sido criados
como predadores, si no sabemos más que defender
el territorio? Tiene que haber un modo, hay que inventar
una historia que nos salve. La historia
que asegure que, a la hora del terror, siempre alguien
vendrá a rescatarnos y no nos dejará
lamer la sangre envenenada de la herida, la que enferma
de odio y empuja a la venganza. Tiene que haber un modo
de curarnos. Un modo de que no nos desgarremos por torpeza
y descuido cada vez que intentemos acercarnos
los unos a los otros para darnos
algo distinto a lo que hemos recibido, algo
que no puede destruir ni ser destruido:
qué tremendamente hermoso
sería si pudiéramos
desprendernos de este cuerpo malherido
que siente al mundo y a los demás como rivales
en una tarea agotadora, interminable: tener
un pecho que respire, una boca que trague, es decir,
sobrevivir para nadie, para nada.
Basado en el film homónimo
de Leonardo Favio, 1975.
EMILCE STRUCCHI
II
amansalva
en
las inmediaciones
fuera
de mí
delatora
y
a sabiendas
lentamente
a
favor de la furia
con
todo, contra todos
sobra
fervor:
la
exponen y la esculpen
consumen
su ternura, la mastican
ella
traga violencias
amansalva
se
soporta
se
apunta
se
ametralla
con
todo, contra todos
se
enjoya de vestigios
se
sostiene
me
goza sin temor
ella
absorbe el placer,
se
babea
el
grito la arrodilla
liberado
se amansa, salvador de su nombre
con
todo, contra todos
ella
mira y llora lo que ve:
su
cuerpo es un allanamiento compasivo
entonces
la resisto
y
ensayo una danza alrededor de la ira
escupo
con calma
y
un talismán dorado se me desliza sobre el pecho
ella
se desnuda
la
aman al fin
a
la hora de escribir la reconocen
arrastrada
y sensual
a
apedrean
la
derrumban
la
doblegan, la rompen
¿o
la muelen?
(se
resguardan)
ni
una huella le queda
después
de mutilar su mansedumbre
YEMIRA MAGUIÑA
Susurro de una niña que fue madre ayer
Vivo
triste a pesar de la vida.
Triste
a pesar del amor.
Triste
porque los azules eran rojos y nadie me lo dijo hasta que reclamé una tarde.
Vivo
nostálgica a pesar de las realizaciones,
nostálgica
a pesar de los sueños nuevos.
Nostálgica,
arrinconada
entre deseos infantiles y románticos que jamás se cumplirán.
Una
carta que nunca se escribe,
una
canción que nadie escucha,
un
amor tibio que tiene miedo de mi
y
que, mientras estoy, no abre ninguna ventana
para
que me acaricie la luz.
Me
siento horrible, a pesar de la belleza de mi cuerpo,
horrible
a pesar de mi juventud que apenas crece.
Horrible
porque soy, con las curvas de mi talle, solo deseo.
Deseo
mórbido y bajo,
¡y
qué significa que nada pueda rebasar esto que soy!
Al
menos un día sin tocarme, al menos una hora sin el instinto de posesión.
¡Unos
segundos
un
segundo pido!
Acabada
la noche,
imagino
la felicidad afligida a la que llegaré.
Porque
a pesar del perdón un momento del día muere en mi recuerdo,
y
me hiere y me abre, y me deja sangrante.
MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK
Fragilidad
Muchacha,
cuentan que un tulipán es una promesa
entre
lo etéreo y la hojarasca.
Míralo
brotar como una caracola en el prado
y
deshacerse con la primera brisa de julio
como
si fuera tan ligero como tu sonrisa tocada por la luz
y
tan suave como el abrigo que te cubre los hombros.
Muchacha,
parece que de pronto fueras a ponerte de pie
y
a nacer de nuevo en el bosque
como
una criatura que nadie ha creado,
que
solo bebe la escarcha avivada por la aurora
y
asoma sus ojos entre la fragilidad de los arbustos,
incapaz
de distinguir la figura del cazador en el acecho
y
el estruendo de su fusil que penetra el cerco de los pinos
o
el sereno que resbala en los dientes del acero
o
el pánico del incendio que se eleva y que consume,
inmisericorde,
las primeras hierbas del año
junto
a los símbolos que con sus cuernos
los
venados fueron dejando en el alba.
Pequeña
muchacha, diminuto animal,
que
no reconoce al hambre aullar
ni
a la horda de fieras deambulando en mitad de lo terrible
ni
el sabor de las bayas más tristemente dulces
ni
la cruel ley de los elementos que rigen en el monte.
Tu
sombrero voló hace tanto junto a los tulipanes,
tu
abrigo quedó hecho jirones en medio de los cardos.
Te
has puesto de pie
y
ya solo queda tu gesto como un delicado trazo
que
alguna vez alguien dejó puesto
encima
de la hierba
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