"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
viernes, 14 de julio de 2017
ELVIRA SASTRE
Oh Dios
[Odio
casi
como quiero.]
Odio
que llueva
y que
el sol evapore los charcos
y el
calor seque mi cuerpo
sin
dejar espacio al frío.
Odio
alimentarme de restos
de
todo lo que fue:
moribundos,
insaciables,
apenas
laten pero resuenan como vivos.
Odio
el frío:
solo
es una excusa
para
llamar a tu abrazo,
odio
llorar
sin
poder contártelo
-como
quien se masturba
en
soledad
y sin
fantasmas-,
odio
dormir por inercia
y no
por agotamiento.
Odio
mi
falta de presencia ante los destellos,
esta
incapacidad mía
al
intentar atrapar las estrellas fugaces
y
obligarlas a quedarse,
repeler
todo
aquello que signifique abrazarme
por
si me daña.
Odio
poder
decidir sobre mi muerte
mientras
la vida aparece y desaparece
cuando
le da la puta gana.
Odio
desconocerme
cuando recupero mi pasado
-estoy
hecha
de un
bucle que rechazo y repito-.
Odio
tanto
que
no sé odiar.
[Odio
muchas
cosas.
Pero
a ti no podría odiarte.
Porque
odio
casi
como quiero.
Y
contigo
siempre
he sido
a
doble
o
nada.]
JOSÉ CORONEL URTECHO
Escrito en la corteza de una ceiba
Esta ceiba que da sombra a mi casa
es propiamente heráldica. Sería
el emblema perfecto de tu escudo
si esto que grabo aquí fuera tu lema:
Ella no sabe de lo que de ella escribo
pues ser lo que es y no saberlo es ella.
Esta ceiba que da sombra a mi casa
es propiamente heráldica. Sería
el emblema perfecto de tu escudo
si esto que grabo aquí fuera tu lema:
Ella no sabe de lo que de ella escribo
pues ser lo que es y no saberlo es ella.
GONZALO ROJAS
Ese ruido en los sesos
En
las noches
cuando los oigo
rondar como libélulas
me digo:
¿morirán alguna vez
turbios los decadentes
o serán los testigos de todas las caídas
o serán animales sin testículos
que presumen de dioses, ruido
y ángeles, Swedenborg, o serán necesarios?
cuando los oigo
rondar como libélulas
me digo:
¿morirán alguna vez
turbios los decadentes
o serán los testigos de todas las caídas
o serán animales sin testículos
que presumen de dioses, ruido
y ángeles, Swedenborg, o serán necesarios?
LUIS ROSALES
XXI
Solamente las manos
Solamente las manos
Ya
no hay repartidor de lágrimas, ni colleras tintineantes, ni anises, ni aguador
a la puerta. Ya el ataharre habrá subido al cielo como un gobernador, y tú
sigues viviendo, y haciéndome vivir, mientras te puedo recordar. Me cortaría
las manos para seguir haciendo tu retrato con el muñón, para seguir haciendo tu
retrato borrando un poco lo que escribo, puesto que mis recuerdos son borrosos
también. Hay que adaptar los medios a los fines y darle tiempo a todo para que
encuentre su verdad. El tiempo no es un muerto; no lo podemos enterrar. Nada
cesa en la vida. Los ojos nunca mueren: siguen viendo nuestras raíces. Los ojos
nunca duermen y sus imágenes persisten en el sueño igual que las agujas de los
pinos se convierten en tierra. Cada vez que soñamos pisamos nuestros ojos, y
sólo entonces, al pisarlos, se graba en la mirada nuestra huella. Ahora,
pensando en ti, surge un recuerdo con claridad: yo he tocado tus manos. Las he
tocado, muchas veces, acuñándolas con las mías, pero aquella juntura del
contacto, aquel encendimiento, vino más tarde, muchos años después, para que me
sintiera mutilado, igual que las cerillas apagadas vuelven a arder al ponerse
en contacto con los ojos del muerto. No nos basta vivir. La vida puede
deshacerse en el primer recodo del camino, como si de repente se pudrieran
volando todas las mariposas. La perfección exige tiempo. Nada se verifica
sucediendo y aun el ayer tiene un momento en que no es tiempo aún. No es más
que una palabra. Una palabra extraña que se escribe con los ojos cerrados; una
extraña palabra que, poco a poco, va deshelándose, va convirtiéndose en acción.
Ya lo sabéis: por más y más que caminemos estamos detenidos en nuestro
crecimiento, porque en la vida no nos llevan los pies, sino las huellas. Pero
no sólo queda el hueco: hoy recuerdo sus manos, solamente sus manos, como si me
vendaran la memoria. Tal vez no las recuerdo, ni las veo, las siento todavía.
Sigo tocándolas aún.
Al correr de los años se fue haciendo tan expresiva que, al moverlas, pronunciaba sus manos y ponía en cada cosa que tocaba un acento distinto. Colocaba los manteles, los cubiertos, los platos, las flores de la mesa. En cada objeto, un reconocimiento, una pronunciación distinta, deletreante y como atónita. Ahora lo he comprendido: toda acción repetida se convierte en lenguaje, se convierte en palabra, y ella hacía siempre sus acciones de la misma manera. Se repetía para dictarse en nuestros ojos como se escriben las palabras en el papel. Pero nunca quedaba escrita. Tal vez la perfección exige acabamiento, pues, en rigor, no me bastaba verlas cuando las vi, ni ahora me basta recordarlas cuando trato de describirlas. Es necesario hacerse a ellas. Es necesario hacerse a ella. Cada uno de sus rasgos revelaba la trama de su vida. Cada uno de sus gestos revelaba la urdimbre de sus manos. Eran de coral blanco, de coral primerizo, con sus imperfecciones y sus renunciamientos, sus asperezas y sus grietas. Pero además eran de tiempo y de trabajo y estaban ya disminuidas, acurrucadas, reuniendo su calor, como se embebe el cuerpo, contrayéndose, cuando pasamos por un túnel. Recuerdo su blancura y el resplandor, mate y empobrecido, de alguna de sus vetas. Tenía las manos debilísimas, y tan utilizadas que el cansancio impedía que sus dedos pudieran mantenerse dentro de un mismo plano. El pulpejo los retraía sobre la palma para evitar ese calambre doloroso que produce la duración continuada de una labor —ya coser, ya pintar, ya escribir— hecha con el pulgar y el corazón. Pero el calambre no cesaba. Para evitarlo, se contraían sus manos, descansando en la mesa como las conchas en la arena. Con aquel gesto recobraban su forma original, se replegaban hacia su infancia, concentrándose para no deshacerse. Parecían coger algo para legitimarse en el trabajo y descansar. Pero no descansaban. Durar ya es un esfuerzo y el cansancio es un túnel. No podían salir de él, y año tras año, se habían ido adaptando a su forma. Ya en los últimos días, cuando me gusta recordarlas, tenían la forma del cansancio. Pero, no lo olvidéis, todo vuelve a su origen y aquella forma oval era también la que tuvieron en el claustro materno. Demostraban su cuna. Si el cansancio las aniñaba tarareándolas, el trabajo les había dado su hormigueo y aquel gesto prensil, hueco, definitivo, y por así decirlo, desmoronado. El tiempo no es un sueño y yo tendría que recordarlas desmoronándome con ellas.
Al correr de los años se fue haciendo tan expresiva que, al moverlas, pronunciaba sus manos y ponía en cada cosa que tocaba un acento distinto. Colocaba los manteles, los cubiertos, los platos, las flores de la mesa. En cada objeto, un reconocimiento, una pronunciación distinta, deletreante y como atónita. Ahora lo he comprendido: toda acción repetida se convierte en lenguaje, se convierte en palabra, y ella hacía siempre sus acciones de la misma manera. Se repetía para dictarse en nuestros ojos como se escriben las palabras en el papel. Pero nunca quedaba escrita. Tal vez la perfección exige acabamiento, pues, en rigor, no me bastaba verlas cuando las vi, ni ahora me basta recordarlas cuando trato de describirlas. Es necesario hacerse a ellas. Es necesario hacerse a ella. Cada uno de sus rasgos revelaba la trama de su vida. Cada uno de sus gestos revelaba la urdimbre de sus manos. Eran de coral blanco, de coral primerizo, con sus imperfecciones y sus renunciamientos, sus asperezas y sus grietas. Pero además eran de tiempo y de trabajo y estaban ya disminuidas, acurrucadas, reuniendo su calor, como se embebe el cuerpo, contrayéndose, cuando pasamos por un túnel. Recuerdo su blancura y el resplandor, mate y empobrecido, de alguna de sus vetas. Tenía las manos debilísimas, y tan utilizadas que el cansancio impedía que sus dedos pudieran mantenerse dentro de un mismo plano. El pulpejo los retraía sobre la palma para evitar ese calambre doloroso que produce la duración continuada de una labor —ya coser, ya pintar, ya escribir— hecha con el pulgar y el corazón. Pero el calambre no cesaba. Para evitarlo, se contraían sus manos, descansando en la mesa como las conchas en la arena. Con aquel gesto recobraban su forma original, se replegaban hacia su infancia, concentrándose para no deshacerse. Parecían coger algo para legitimarse en el trabajo y descansar. Pero no descansaban. Durar ya es un esfuerzo y el cansancio es un túnel. No podían salir de él, y año tras año, se habían ido adaptando a su forma. Ya en los últimos días, cuando me gusta recordarlas, tenían la forma del cansancio. Pero, no lo olvidéis, todo vuelve a su origen y aquella forma oval era también la que tuvieron en el claustro materno. Demostraban su cuna. Si el cansancio las aniñaba tarareándolas, el trabajo les había dado su hormigueo y aquel gesto prensil, hueco, definitivo, y por así decirlo, desmoronado. El tiempo no es un sueño y yo tendría que recordarlas desmoronándome con ellas.
De: “El contenido del corazón”
ÓSCAR HAHN
Nosotros
los adolescentes de los años 50
los del jopo en la frente
y el pucho en la comisura
los bailatines de rock and roll
al compás del reloj
los jóvenes coléricos
maníacos discomaníacos
dónde estamos ahora
que la vida es de minutos nada más
asilados en qué Embajada
en qué país desterrados
enterrados
en qué cementerio clandestino
los adolescentes de los años 50
los del jopo en la frente
y el pucho en la comisura
los bailatines de rock and roll
al compás del reloj
los jóvenes coléricos
maníacos discomaníacos
dónde estamos ahora
que la vida es de minutos nada más
asilados en qué Embajada
en qué país desterrados
enterrados
en qué cementerio clandestino
Porque
no somos nada
sino perros sabuesos
sino perros sabuesos
Nada
sino perros
sino perros
JOSU LANDA
Cuando crece el corazón
Hay
un corazón en un tronco del bosque
Al principio casi no se veía.
Ahora, se está derramando.
Al principio casi no se veía.
Ahora, se está derramando.
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