"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
lunes, 30 de diciembre de 2024
SAITO MOKICHI
Las
blancas flores marchitas
de
glicina me conmueven al caer:
brotan
los primeros frutos.
ARTURO CARRERA
Crepúsculo
argentino
El
campo,
un espacio donde los niños
confunden la belleza con la felicidad;
la luz los atonta, el flash doméstico
y natural los oculta en catacumbas, agujeros
negros, blancos conventos insonorizados,
sin follaje...
oh pequeños religiosos de la exigencia:
una sonrisita fosforescente y acústica
y un abracito afectado que se conoce
en esa especie de Vacío Mundo
en otra más lejana galáctica
insaciable risita que lucha.
Todas las astillas cósmicas.
Todos los hilos agámicos.
Todas las taciturnas
vocecitas en la luz amarilla,
intensa, de azufre fosforescente
y de luciérnaga que agoniza.
nosotros en ese campo expulsado
donde la fatiga es imprevista
con sus misteriosos eclipses...
La insistencia de un pánico silvestre
y los diminutivos con que Arturito recorre
su paciencia, su olvido en todo lo que se
afinca como parpadeo.
Las cajas del sueño donde el poder dormir
como volver a morir se precipita; el aire
se funde con la luz oscura y el agua con
los desplazamientos del rumor acuático
imanes, imanes de felicidades remotas mímicas
en los estados de belleza pura, y variaciones
mágicas con dedos de reptil, pero ese reptil
de miniatura africana
que salta continuamente en el hirviente
desierto de arena para no escaldarse y
vivir al unísono,
para que el día entre en él por todas sus
semejantes, ínfimas, innumerables huellas
para que la presencia insaciable del día
no lo adormezca;
sin embargo,
a ellos otros espero, anhelo,
anillo sus múltiples exigencias.
Puedo envejecer esperándolos en otra humanidad
y puedo otra vez nacer; estar como un fruto
en corona, esperando el picotazo de otros
mundos,
la vida de cada minúscula noche hacia el mar.
Ellos,
bienes dormidos bajo estatuas de olmos, gnomos,
tesoros en cofres de pirotecnias perpetuas,
aún en el vacío insonoro, atraídos como ranas
En la inquietud de los estanques o el mar,
sobre la vasta ola roma, sin cresta, alzándose
silenciosa sobre el amor:
minutos sin ley ni astros
tiempos sin cuerpo ni deseo
espacios donde se cortan los afectos
a cada exiguo pie de un hombre.
Son niños siempre y
niños en un festín donde
se desconocen los nombres
Niños arrancados del cuerpo y
del corazón, como raicillas que
ya hubieran echado en otros niños
su ligazón; en otros pensamientos
su dolorosa espesura.
Niños explosiones acústicas
Niños ortigas del verano; a un punto
en la seda
vienen a mirar faisanes;
un círculo luminoso donde caen
todas las remotas ideologías naturales
y todas nuestras cósmicas huellas
estrelladas: los niños.
duelo de no pertenecer
duelo de las sabidurías desconocidas
sin órganos
sin ostentación y sin goces
duelo de apartarse dudando del patio
de la dicha: donde allí todo nos
sosegaba como sofocado dolor
aquí todo nos despierta
aquí somos el sobresalto del lince
aquí el sueño oculta
la alegría del secreto
Aquí la verdad solitaria derrumba
el placer
y el placer no sostiene
el secreto no sostiene
el despertar no me sostiene,
su realidad,
es más devastadora que el deseo
¿Qué es?
Es la desesperación
que nos impone como un sueño
el vacío, el campo...
Vaho amarillo y los diablitos
riéndose. Arrastran un perrito,
escriben una eme majestuosa;
las brujas-lolita con sus mechones
eléctricos y sus malcriadas muñecas,
la voz del perrito; los dientes de las cosas;
la acústica estirpe china del súbito día
(el té).
Los niños.
Sus rasos borran la única fiesta,
la única mentira, la única verdad,
la única risa.
No te alejes más.
No te alejes más.
¿Qué haré sin los ojillos de tu faisán?
Sin tus gestos como picotazos dorados.
Mi desesperación clavada en el deseo
como un colibrí salvaje en la
gigantesca flor acuática. La hipertrófica
magnolia del deseo:
un limón escarlata y óxido de hierro la van
centrando con sus suavísimos ganchos:
la abeja allí se empolva, los zánganos
conocen y reconocen: desconocen
El campo, la noche y
sus caretas de olores
que no enmascaran, los
mensajes cortados y los
gritos suntuosos;
la noche con sus señales
de amores de alfalfas y
alfabetos de sapos y
telarañas.
Magnolia del zorrino
con su chorro de humos acres
¿Nada sostendría?
¿Nada consentiría en su risa de chaparrones
de blancos y agrios fuegos
luminosos?
Es la madrugada: ¿pero cómo...?
Los niños se duermen:
fácilmente se duermen sobre estos clavos
de azúcar, fakires del infinito turbulento.
El campo tiembla.
El campo nuestro. (...el delirio, los surcos
de la lava del alba. El agua donde amanecemos.
Los terrores poderosos giran en torno a
objetos sin valor. ¿Te acordás? Fase del
desprecio, incluso por el no...
El No de un amarillo vibratorio,
los girasoles en el vozarrón del día
y el humo del atardecer, los ojos
en la cabeza leñosa
en el espumoso anaranjado del sol.
No te alejes más.
No te alejes más.
el deseo desdibuja en su plumosa tierra
un espacio: "que no te despierten todavía,
y que no hiervan la leche todavía".
Multiplicidades. Multiplicidades
secretas
Lo que pasa durante la tarde
como los pequeños frutos de las intensidades
se abre, como un último frutillo
en las fogatas anaranjadas
Deja que bajo nuestra incertidumbre
croe lo incierto: el agro de la espera,
la niñita que baila... la patria de San Juan
y esas inquisitorias cartas que quemaste
para cocer la langosta y las habas:
La pintura es la extensión más sutil
ADOLFO CASTAÑÓN
7
‘‘El
jardín de los dos cuentos…”
Había
una vez un gigante egoísta al que no le gustaba ni que los niños fueran a jugar
a su jardín —cosa que en última instancia toleraba— ni mucho menos que hubiese
otros gigantes o gigantas que le hicieran competencia en eso de atender a niños
sin jardín de niños. Eso realmente lo ponía furioso y era capaz de acabar por
ello con todos los jardines, con todos los otros gigantes e incluso con los
juegos mismos, aunque no se atreviese demasiado a mirar al espejo para
preguntarle quién era el gigantes más egoísta, pues era tan desconfiado que
hasta sospechaba de los espejos, sobre todo si habían pertenecido a un
peluquero, como lo había sido el abuelo del gigante que, gracias a lo bien que
cortaba el pelo, se había podido comprar un jardín para heredarlo a sus nietos
gigantes que tendrían todo el derecho de que los niños no fueran a jugar a su
jardín….¿Quieres que te lo cuente otra vez?
NILTON SANTIAGO
El
hábito del monje
El
poema, en los márgenes, cierne palabras
hasta
que encuentra esas que
dicen.
Ni
siquiera le hace falta pronunciarlas, mencionarlas.
¿Dijo
«bola de fuego» o «haz de luz»
el
primer
sapiens
que vio un cometa?
Seguro
pensó palabras,
las
cernió en esa red que llamamos conciencia,
tal
vez balbuceo algo parecido a la palabra «cometa».
Nunca
lo sabremos.
Las
últimas palabras que me dijo mi padre
fueron
«papá».
Sonreía,
como una lluvia débil.
Podría
haberme llamado por mi nombre,
por
esa palabra que me identifica,
pero
no lo hizo.
El primer sapiens
que vio un cometa
quizá
estaba al borde de un rio, bebiendo,
viendo
su cara homínida sobre el agua
creyendo
que sería eterno,
hasta
que vio el cometa al verse.
¿El
poema es el agua que se lleva el reflejo
de
lo que creemos que somos?
Así
como el hábito no hace al monje,
el
hijo no hace al padre
hasta
que él nos llama por su nombre.
FLORENCIA ABADI
II
Igual
que el vidrio
en
miles de pedazos
mi
biografía
astillándose
la
cabeza entiende veloz
la
respuesta de mi hermana,
salían
después palabras
de
mi boca
yo
no las controlabaaydiosaydiosaydiosaydiosaydiosaydiosaydiosaydiosay
NATALIE DIAZ
Por
qué no hablo de flores cuando las conversaciones con mi hermano llegan a
silencios incómodos
Perdónenme, guerras distantes, por traer
flores a casa.
Wislawa Szmborska
En
las montañas de Cachemira,
mi
hermano tiroteó a muchos hombres,
hizo
estallar cráneos en pieles morenas,
tiñó
de carmesí la blanca arena del desierto.
¿Qué
se puede decir a un hombre
que
ha recorrido un mundo así,
cuyas
manos y cuyos ojos
lo
han traicionado?
¿Había
flores por allá? Pregunté
Esta
fue su respuesta:
En
una aldea, una turba de hombres
envolvió
a una mujer en sábanas.
La
mujer no se resistió.
Sus
pies descalzos se arrastraban en el polvo.
La acostaron
sobre el camino
y la
apedrearon.
El
primer hombre era su padre.
Lanzó
dos piedras, una tras otra.
En
el camino, el hermano de la mujer
le
había llenado los bolsillos de piedras.
La
multitud era un enjambre
de
abejas trastornadas. La andanada
de
piedras contra su cuerpo
ahogó
sus gemidos.
La
sangre estalló en las sábanas
como
un racimo de violetas,
como
cien rosas en flor.
Versión
de Francisco Larios