lunes, 22 de marzo de 2021


 

KAREN VILLEDA

 


 

Fragmento de Dodo

 


Banco de Cargados Carajos, hay dieciséis islas. Pedro de Mascarenhas, primer amante de Mauricio. Una cotorra gris, segunda amante de Mauricio. Sirenios, seis espaldas. Le estamos pisando los talones a Madagascar. “Tres macizos volcánicos levantándose en la llanura.” Mi hijito amado.

 

A la redonda. Puños atestados de plumas pardas levantando amarras. Cinco marineros que se toman el atrevimiento de quemar al Güeldres en sus sueños. Seis camisolas y siete, siete barriles desvencijados. Un pulgar astillado. Mauricio alongado se pierde en el horizonte. Su ocre deslumbra.

 

Llevamos los brazos en jarras, la cubierta. Un hilillo de saliva trenzado con sangre. Seis temores henchidos de alcohol, el mascarón. La lengua tan corta de El Mongol. Su lengua renegrida que se hizo nuestra. Burbujitas. Empápanos, por favor.

 

Cinco marineros suspiran. El Pelirrojo, la palma de Van Warwijck. Cinco marineros que derraman una sola lágrima. Manos toscas que abrigan a cinco esqueletos. Cinco ombligos haciendo honor a una tuerca. Algas que esclavizan. El mar babea cinco sueños, hacia 1681.

 

Los canales en Ámsterdam son el testimonio de la rendición del Mar del Norte. El Güeldres entra sigilosamente, cae el viento. Seis dorsos cubiertos por seis, seis camisolas. Culpa que impregna. Diez tobillos caminando de puntillas, un quejido. “Ya apesta a anchoas”, dice El Almirante. El Mar del Norte llevándose nuestra gloria.

 

Nadie me cantará como mamá, sus tetas. Inclinando la barbilla en mi cráneo calvo. Tú, mordisqueándole el pezón —punta de estrella guía— para hacerle ver que eras dolorosísimo. Mi hijito amado. La leche derramada y cinco alientos fétidos. “Pondremos huevos, necesitamos un par de tetas.” El Mar del Norte nos babea también.

 

Plumas, el cráneo de mi pelona enamorada. Tres o siete o catorce plumas curvadas. Garra, uñas carbonizadas. La canción de mamá, cañas de azúcar. Fiebre de cañas de azúcar, plumas pardas. Miasma de leche, guarapo, mi hijito amado. El Almirante truena los dedos, mi pelona enamorada dando a luz un dodo albino.

SERGIO BRICEÑO GONZÁLEZ

 

 


 

Misiones

 

 

No te agradecen las mujeres
si les escribes versos.

 

No los entienden
pero sienten agrado
al oírlos sonar.

 

Recuerdan de su infancia
medias blancas
y novios juveniles.

 

Te dan un beso
nadamás
si les escribes un poema

 

Lo guardarán. Lo olvidarán

 

Las mujeres no quieren hombres
ni poesía.

 

Son sólo mujeres. Demasiado.




MIGUEL EDUARDO BÓRQUEZ

 

 

 

Treno no querido

 

 

Trátalos, Señor, como a esos higos que nadie come,
que a los puercos se dan y los puercos rechazan,
porque prometen en cuaresma de dolor secretas mieles
y por sus grietas de arrugas de mendigos caídos
asoman lija, astilla negra, erizada lima,
noche que devora las más lucientes lunas
por acrecentar la tiniebla y su fuente de angustia.
Quizá sólo el hongo de fuego transfigurarlos pueda
y no la lengua de luz de Tu maná que siempre cae
ni la sombra radiante de un sueño que no tienen.
Da, Señor, a nuestra hacha sutil el quebrantar su espesor de ramazón
y lluevan goterones de savia sobre esta pasiva tierra,
porque no sea duna andante ni material absorto;
haz que cada fuerza desperece la fatiga de la desesperanza,
que desencantado sea el espanto, que por fuera sonríe
aunque, por los otros recibamos un viento horadante en el costado
y catemos precio en lanzas codiciosas de ceniza.

 

JULIO TRUJILLO

 

 

 

XXI

 

 

La nave es más veloz

si en el extremo más saliente de la proa

se posa un ave.




EDGAR LEE MASTERS

 

  

 

Washington Mcneely



Rico y venerado por mis conciudadanos,

padre de muchos hijos nacidos de madre noble,

todos criados allá

en la gran mansión en las afueras del pueblo.

¡Fíjense en el cedro detrás de la casa!

A Ann Arbor mandé a todos mis hijos, a mis hijas

las mandé a Rockford;

mientras tanto mi vida seguía, acumulaba más

riquezas y honores...

y descansaba por las tardes, debajo de mi cedro.

Pasaron los años.

A las muchachas las envié a Europa;

las doté cuando se casaron.

A los muchachos di dinero para fundar sus negocios.

Eran fuertes, mis hijos, prometían tanto

como las manzanas antes de que en ellas aparezca

la huella de las magulladuras.

Pero John huyó, en desgracia, del país.

Jenny se murió en un parto...

y yo sentado debajo de mi cedro.

Harry se mató después de un escándalo.

Susan se divorció...

y yo sentado debajo de mi cedro.

Paul quedó inválido por estudiar en demasía.

Mary nunca más salió de la casa,

obsesionada por el amor de un hombre...

y yo sentado debajo de mi cedro.

Todos se fueron, o con las alas quebradas o devorados

por la vida...

y yo sentado debajo de mi cedro.

Mi compañera, su madre, falleció...

y yo sentado debajo de mi cedro

hasta que doblaron mis noventa años.

¡Oh, Tierra materna, que arrullas a la hoja que cae!

 

 

MÓNICA ZEPEDA

 

 


 

¿Qué bienaventuranzas cantaría si me prestase su voz un ángel?

 



¿Qué bienaventuranzas cantaría si me prestase su voz un ángel?
Al sentir en los ojos la irrefutable muerte que surca
y que inquiere atajos de miedo y de esperanza,
uno ancla y a sus pies nacen flores sin sembrarlas.
Pero, ay, cuántos acordes y notas sofoca mi afonía,
la existencia pertenece próxima y entera al universo,
por encima y por debajo de los mares.
Inmerso en la sal, un pez dorado no sabe qué es el agua.
Agua de carne, agua de hueso contenida,
alabada, apenas invisible se vislumbra la verdad
y es el párvulo que exulta: “Todavía sigue viva, no pisen la sangre”.
Disgregamos entonces nuestros pasos por el recóndito
y estrecho transcurrir de arenas y memoria,
mientras aguarda en comunión y en solitario
algún sendero guía donde el amor enardece céfiros y encanta.
A caudales fluye la noche hacia el azar
y del cielo pende, como astro, una gaviota.
¿Quién prescribe bajo el manto de la helada su destino?
¿Y a la perpetuación del instante quién la rechaza?
Antes de que un sol atraviese por entre las grietas
o la serpiente sea para el águila un bocado, sostenemos la espuma
en las rocas, aunque resuene el trágico vaivén del adiós en los labios.
Y sin embargo, cuando todo se derrumba, no todo cae.
Pues nadie desciende ajeno al mundo, ni siquiera el ángel.
Un bombín viste de gala al hombre, es cierto, y a la tierra sin dechado, madrigales.