lunes, 22 de marzo de 2021

MÓNICA ZEPEDA

 

 


 

¿Qué bienaventuranzas cantaría si me prestase su voz un ángel?

 



¿Qué bienaventuranzas cantaría si me prestase su voz un ángel?
Al sentir en los ojos la irrefutable muerte que surca
y que inquiere atajos de miedo y de esperanza,
uno ancla y a sus pies nacen flores sin sembrarlas.
Pero, ay, cuántos acordes y notas sofoca mi afonía,
la existencia pertenece próxima y entera al universo,
por encima y por debajo de los mares.
Inmerso en la sal, un pez dorado no sabe qué es el agua.
Agua de carne, agua de hueso contenida,
alabada, apenas invisible se vislumbra la verdad
y es el párvulo que exulta: “Todavía sigue viva, no pisen la sangre”.
Disgregamos entonces nuestros pasos por el recóndito
y estrecho transcurrir de arenas y memoria,
mientras aguarda en comunión y en solitario
algún sendero guía donde el amor enardece céfiros y encanta.
A caudales fluye la noche hacia el azar
y del cielo pende, como astro, una gaviota.
¿Quién prescribe bajo el manto de la helada su destino?
¿Y a la perpetuación del instante quién la rechaza?
Antes de que un sol atraviese por entre las grietas
o la serpiente sea para el águila un bocado, sostenemos la espuma
en las rocas, aunque resuene el trágico vaivén del adiós en los labios.
Y sin embargo, cuando todo se derrumba, no todo cae.
Pues nadie desciende ajeno al mundo, ni siquiera el ángel.
Un bombín viste de gala al hombre, es cierto, y a la tierra sin dechado, madrigales.

 

 

 

 

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