viernes, 22 de abril de 2016


RUBÉN DARÍO




Estival



I

     La tigre de Bengala,
con su lustrosa piel manchada a trechos
está alegre y gentil, está de gala
     Salta de los repechos
     de un ribazo al tupido
carrizal de un bambú; luego a la roca
que se yergue a la entrada de su gruta.
      Allí lanza un rugido,
      se agita como loca
y eriza de placer su piel hirsuta.

     La fiera virgen ama.
Es el mes del ardor. Parece el suelo
      rescoldo; y en el cielo
      el sol, inmensa llama.

Por el ramaje obscuro
      salta huyendo el canguro.
El boa se infla, duerme, se calienta
      a la tórrida lumbre;
      el pájaro se sienta
a reposar sobre la verde cumbre.

     Siéntense vahos de horno;
      y la selva indiana
      en alas del bochorno,
      lanza, bajo el sereno
cielo, un soplo de sí. La tigre ufana
      respira a pulmón lleno,
y al verse hermosa, altiva, soberana,
le late el corazón, se le hincha el seno.

Contempla su gran zarpa, en ella la uña
      de marfil; luego toca
      el filo de una roca
      y prueba y lo rasguña.
      Mírase luego el flanco
que azota con el rabo puntiagudo
      de color negro y blanco,
      y móvil y felpudo;
      luego el vientre. En seguida
abre las anchas fauces, altanera
como reina que exige vasallaje;
después husmea, busca, va. La fiera
exhala algo a manera
      de un suspiro salvaje.
      Un rugido callado
      escuchó. Con presteza
      volvió la vista de uno y otro lado.
      Y chispeó su ojo verde y dilatado
      cuando miró de un tigre la cabeza
      surgir sobre la cima de un collado.
      El tigre se acercaba.
                               Era muy bello.
Gigantesca la talla, el pelo fino,
apretado el ijar, robusto el cuello,
      era un don Juan felino
      en el bosque. Anda a trancos
callados; ve a la tigre inquieta, sola,
      y le muestra los blancos
      dientes, y luego arbola
      con donaire la cola.
      Al caminar se vía
su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados
debajo de la piel. Y se diría
      ser aquella alimaña
un rudo gladiador de la montaña.
      Los pelos erizados
del labio relamía. Cuando andaba,
      con su peso chafaba
      la yerba verde y muelle;
y el ruido de su aliento semejaba
      el resollar de un fuelle.
El es, él es el rey. Cetro de oro
      no, sino la ancha garra
que se hinca recia en el testuz del toro
      y las carnes desgarra.
La negra águila enorme, de pupilas
de fuego y corvo pico relumbrante,
tiene a Aquilón; las hondas y tranquilas
aguas el gran caimán; el elefante
      la cañada y la estepa;
la víbora los juncos por do trepa;
      y su caliente nido
      del árbol suspendido,
      el ave dulce y tierna
que ama la primer luz.
                             Él, la caverna.

No envidia al león la crin, ni al potro rudo
      el casco, ni al membrudo
hipopótamo el lomo corpulento,
quien bajo los ramajes del copudo
      baobab, ruge al viento.

Así va el orgulloso, llega, halaga;
corresponde la tigre que le espera,
y con caricias las caricias paga
en su salvaje ardor, la carnicera.
      Después, el misterioso
      tacto, las impulsivas
fuerzas que arrastran con poder pasmoso;
y ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso
bajo las vastas selvas primitivas.
No el de las musas de las blandas horas,
      suaves, expresivas
      en las rientes auroras
y las azules noches pensativas;
sino el que todo enciende, anima, exalta,
polen, savia, calor, nervio, corteza,
y en torrentes de vida brota y salta
del seno de la gran Naturaleza.


II

El príncipe de Gales va de caza
      por bosques y por cerros,
con su gran servidumbre y con sus perros
      de la más fina raza.

Acallando el tropel de los vasallos,
deteniendo traíllas y caballos,
      con la mirada inquieta,
contempla a los dos tigres, de la gruta
a la entrada. Requiere la escopeta,
      y avanza, y no se inmuta.

Las fieras se acarician. No han oído
      tropel de cazadores.
      A esos terribles seres,
      embriagados de amores,
      con cadenas de flores
      se les hubiera uncido
a la nevada concha de Citeres
      o al carro de Cupido.
     El príncipe atrevido
adelanta, se acerca, ya se para;
ya apunta y cierra un ojo; ya dispara;
      ya del arma el estruendo
por el espeso bosque ha resonado.
      El tigre sale huyendo
y la hembra queda, el vientre desgarrado.
¡Oh, va a morir!... pero antes, débil, yerta,
chorreando sangre por la herida abierta,
     con ojo dolorido
miró a aquel cazador; lanzó un gemido
como un ¡ay! de mujer... y cayó muerta


III

Aquel macho que huyó, bravo y zahareño
     a los rayos ardientes
del sol, en su cubil después dormía.
     Entonces tuvo un sueño:
que enterraba las garras y los dientes
     en vientres sonrosados
y pechos de mujer; y que engullía
     por postres delicados
     de comidas y cenas
     —como tigre goloso entre golosos—,
     unas cuantas docenas
de niños tiernos, rubios y sabrosos.



[1887]


De: Azul

UMBERTO SENEGAL

  


Y sigue buscando,
el hambreado perro
en la bolsa vacía.




ANA ISTARU




Cual red que me retenga



Cual red que me retenga,
dónde un mástil como a Ulises,
dónde un muro de algas pérfidas
que me corte este vuelo,
que me imprima en la lengua
otra sed que no sea
esta sed de tomarte
con huracanes ciegos.
No hay cuerda que me toque,
no hay turbios arrecifes.
Soy un rayo perfecto.
Ardo en un girasol
delirante de celo.
La sangre se me escapa,
tornado adolescente.
Una orquídea de oro
te he de poner por sexo.
No hay ríos maniatados,
no hay sal, no hay torcedura
que me lacere el paso.
Voy a beber el mar
que guardas retenido,
a arrancarte la copa,
el algodón de nieve,
de la leche los lares,
lentos linos, luceros.

Cubro tu cielo tu espalda.
Tú entre mi espalda y el cielo.


JOSÉ MARÍA EGUREN



  



Es la noche de la triste remembranza;
En amplio salón cuadrado,
De amarillo iluminado,
A la hora de maitines
Principia la angustiosa contradanza
De los difuntos delfines.
Tienen ricos medallones
Terciopelos y listones;
Por nobleza, por tersura
Son cual de Van Dyck pintura;
Mas, conservan un esbozo,
Una llama de tristura
Como el primo, como el último sollozo.
Es profunda la agonía
De su eterna simetría;
Ora avanzan en las fugas y compases
Como péndulos tenaces
De la última alegría.
Un saber innominado,
Abatidor de la infancia,
Sufrir los hace, sufrir por el pecado
De la nativa elegancia.
Y por misteriosos fines,
Dentro del salón de la desdicha nocturna,
Se enajenan los delfines
En su danza taciturna.


MARIO SANTOS



  
Son los muchachos



Mis hermanos esta noche ya volvieron
Mis hermanos ya están a nuestro lado
Entraron a la casa escondidos de la luna
Y mañana el viento sur
les soplará sus cabellos
y el viento norte llorará al no verlos
Han vuelto mis hermanos
Y aunque la montaña los reclame con sus rifles
los labios de mi mamá vuelven a ser como flor
y en sus ojos hay un brillo de vidrio de color
El retorno de mis hermanos
alivia el vacío de nuestra casa
y borra pesadillas en el sueño de mi mamá
Han vuelto mis hermanos
Y me han cargado en sus hombros
y he sentido en sus barbas el olor de los montes
y les he sacado de sus ropas migaja de pan
y bastantes pedacitos de hojas secas.





JAIME VELASCO LUJÁN




12



Las noches de invierno
son tan frías, tan oscuras,
que sólo se oye el recóndito
latir del corazón:
quizá el único habitante

de la noche.