"Un poema si no es una pedrada -y en la sien- es un fiambre de palabras muertas" Ramón Irigoyen
sábado, 17 de marzo de 2018
LILIANA BELLONE
Pasa el tiempo
I
Qué
maravilla: pasa el tiempo
En esa
época tu padre era tan joven
Ahora
tú eres el que parte a la guerra
Tu pelo
de noche
Tus
ojos de noche
Y vas a
la guerra
Calzas
tus sandalias
Tu
espada y tu armadura
Te miro
desde el lago de mis ojos
Donde
cada mañana me sumerjo
Con mis
amigas
Y juego
a ser garza
Libélula
Cigüeña
enamorada
De otra
ave zancuda
O de un
ser extraño
Y
velloso
Como un
paquidermo
Con
colmillos
Y soy
Lina y Cloris
Silvia
A veces
Cloe
Y pongo
azúcar
En la
mano del amante
De
Doris
¿Oyes
Melibeo?
II
Piso la
losa
Que
pisaste
Abuela
Pequeña
heroína
Del
siglo XIV
En
aquel ignoto lugar
De los
Alpes
Allí
viví
En
edades de hielo
Y en
edades de violetas
Mientras
mis descendientes
Caminaban
por las galerías
Y
sonaban los clarines
Convocando
a la guerra
GABRIELA D’ARBEL
Guarida
de insomnios,
siempre
la misma hora,
después
de cenar algunos adjetivos agrios,
Ahora
sin el vecino de al lado
y su
perro triturando con sus ladridos
las veras del sopor.
¿Será
posible que duerma?
Alguien,
en alguna recámara, pone un
carburador
a su sueño de locos.
[Hay
una serenidad paranormal]
Mutismo
de fauna noctámbula.
Todo
pasa afuera, yo no duermo.
sólo
soy testigo de las imágenes arrugadas
de la
televisión sobre mi ojo,
de mi
desabrido duermevela,
de una
correa vacía de ladridos
y en mi
oído el grito inesperado
y
carcomido del vecino.
JEANNETTE CLARIOND
ALFREDO R. PLACENCIA
Las estrellas
Llaman
islas de luz a las estrellas
y no sé
la razón por qué las llaman.
Dicen
que hay un beleño misterioso
en su
tibio fulgor para las almas;
y hay
quien diga que ellas, muchas veces,
sus
pupilas encienden la esperanza.
¡Qué
mentira tan triste…!
Yo
jamás he pensado en contemplarlas.
Cuando
buscan mis ojos las estrellas,
las
estrellas se esconden o se apagan…
Dicen
que sus fulgores, simulando
blanca
lluvia de lágrimas,
tristemente
descienden por las noches
y
visitan las ruinas solitarias
de
retoños silvestres
o de
fúnebres musgos coronadas.
Tal vez
lo hagan así. Suele el viandante
de
tiempo en tiempo suspender la marcha,
y
sentarse a leer en cada piedra
que el
tiempo azota o la intemperie labra,
la
memoria inextinta y dolorosa
de las
cosas pasadas.
Tal vez
lo hagan así; mas hace tanto
que
inútilmente el corazón lo aguarda…
Muchas
veces, de noche,
me he
sentado a las puertas de mi casa;
y en
mis largos insomnios,
y en
mis continuas y mortales ansias,
¿qué
han hallado en el cielo mis pupilas…?
Abismo,
soledad, tinieblas… ¡nada…!
que
aunque alumbran las ruinas, las estrellas,
no hay
que esperar que alumbren para el alma.
Dicen
que los poetas, esos seres
que
adivinan lamentos y palabras,
sollozos,
anatemas,
gritos,
imprecaciones o amenazas,
las han
visto llorar sobre las tumbas,
cuando
el silencio de la noche avanza,
a
envolver las gavetas y las cruces
en el
triste vapor de sus miradas.
¿Para
qué mentirán…? Si fuera cierto
que de
las tumbas y el dolor se apiadan,
yo lo
supiera bien. ¡Ay, cuántas veces,
huyendo
del dolor que me acompaña,
me he
sentado a las márgenes del río,
por
sentir a mis pies quejarse el agua
y en la
arena ensayar la última estrofa
que en
rumores traducen las montañas…!
¿Para
qué mentirán…? Huérfano y solo,
sin luz
la frente: y sin calor el alma,
¿qué
otra cosa es mi vida que una tumba
de
mortales recuerdos coronada...?
Muchas
veces, de noche,
me he
sentado a las puertas de mi casa;
y en el
ir y tornar de mis recuerdos,
y en
mis continuas y mortales ansias,
se han
hundido en el cielo mis pupilas,
mas no
logra encenderse mi esperanza.
Cuando
buscan mis ojos las estrellas,
las
estrellas se esconden o se apagan.
DAVID ESCOBAR GALINDO
Los
árboles callados vieron pasar a Lillie,
vieron su luz rosada como fruta sin huella,
el sol desvanecido de sus ojos de niña,
la adolescencia verde como el verde manzano,
los dedos en que pulsan secretos ultramares,
su esbeltez de doncella campesina y celeste,
la salud del espíritu bajo el aire más libre:
que ahí en la casa llena
de austeras enseñanzas,
labores de cocina
y oficios de bodega,
entre el juego magnánimo
de la leña y la nieve,
ahí leyó la clara
muchacha a sus poetas,
árboles de la lengua,
proféticas raíces,
y una luz más ardiente se unió a su luz profunda,
como un perfume ingresa al aire perfumado,
como el mar se alimenta de sus propias espumas,
oh azul de niña plena de sol y de pañuelos,
claridad sorprendida de las altas montañas,
fulgor del hondo cielo natal de Nuevo México,
y en las venas, brillando, la Germania escondida.
Cómo no amar, entonces esos callados árboles,
los amigos de Lillie en su diario camino
hacia la rumorosa escuela de Alburquerque
donde la joven hecha de esplendente paciencia,
de color amasado con flores de colina,
abría el maternal poder del pensamiento
entre las infantiles cabezas desbordantes…
El olor de los campos
alzados por la lluvia
templó en su corazón
la confianza evangélica;
la amorosa espesura
del aire ante sus ojos
fue quizás la vislumbre
de otros años vibrantes,
marcados por el hondo
verdor de la energía;
y aquellos graves árboles enseñaron a Lillie
la riqueza de todas las altas sencilleces,
el gozo natural de la vida sin tregua:
árboles del camino
y árboles del idioma,
compañeros seguros
de una ardiente jornada
De: "El libro de Lillian"
vieron su luz rosada como fruta sin huella,
el sol desvanecido de sus ojos de niña,
la adolescencia verde como el verde manzano,
los dedos en que pulsan secretos ultramares,
su esbeltez de doncella campesina y celeste,
la salud del espíritu bajo el aire más libre:
que ahí en la casa llena
de austeras enseñanzas,
labores de cocina
y oficios de bodega,
entre el juego magnánimo
de la leña y la nieve,
ahí leyó la clara
muchacha a sus poetas,
árboles de la lengua,
proféticas raíces,
y una luz más ardiente se unió a su luz profunda,
como un perfume ingresa al aire perfumado,
como el mar se alimenta de sus propias espumas,
oh azul de niña plena de sol y de pañuelos,
claridad sorprendida de las altas montañas,
fulgor del hondo cielo natal de Nuevo México,
y en las venas, brillando, la Germania escondida.
Cómo no amar, entonces esos callados árboles,
los amigos de Lillie en su diario camino
hacia la rumorosa escuela de Alburquerque
donde la joven hecha de esplendente paciencia,
de color amasado con flores de colina,
abría el maternal poder del pensamiento
entre las infantiles cabezas desbordantes…
El olor de los campos
alzados por la lluvia
templó en su corazón
la confianza evangélica;
la amorosa espesura
del aire ante sus ojos
fue quizás la vislumbre
de otros años vibrantes,
marcados por el hondo
verdor de la energía;
y aquellos graves árboles enseñaron a Lillie
la riqueza de todas las altas sencilleces,
el gozo natural de la vida sin tregua:
árboles del camino
y árboles del idioma,
compañeros seguros
de una ardiente jornada
De: "El libro de Lillian"
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