domingo, 24 de noviembre de 2019


TAKUBOKU ISHIKAWA





Esta duna
que la tormenta de una noche
construyó;
¿tumba de quién será?


SAKUTARO HAGUIWARA




  
Piedad amorosa



Sin duda, con tus dientes bellos y duros,
mujer, masticarás el verdor de hierbas,
Mujer,
con esta tinta de hierba verdegay,
el rostro te pintaré del todo,
te excitaré a la lujuria,
y nos divertiremos con juegos secretos a la sombra del
follaje.
Mira,
aquí las campánulas mueven el cuello,
allá cimbrean los brazos las gencianas.
¡Oh! abrazaré tu seno con firmeza.
Tú, tú me empujarás con toda fuerza el cuerpo.
Así, en medio de este campo desolado,
retocemos como dos culebras.
¡Oh! yo, yo te acariciaré apretándote,
te mancharé la piel hermosa con el verde jugo de la hierba.


ANA MARÍA FUSTER





¿cómo culpar a una gaviota de volar océanos?



no me salves
no soy frontera de país desierto
habito libre en agua de horizontes
ardiendo de página a página
cada libro que peregrina luces y sombras



SEBASTIÁN ALVARADO






me contamina
la existencia del humano
yo no tenía que llegar acá
no lo merecía

la sanidad se aspira
en desmedro de la lucidez

¿por qué nacimos enterrados en el cuerpo?

me sacaré los ojos para soportar
a la entidad
que responde a mi nombre


ANDREA CABEL GARCÍA





Postre de limón



Debajo de tus manos todo adquiría forma
La mirada de una flecha
La temperatura de una cocina amarilla
La mesa con bancos para gatos
El hombre que comía mazamorras mientras se reía
Y tú que volvías al día siguiente bajo la forma de un dulce relleno de
fresa, o guanábana
O como mochi cubierto de miel.
Mi corazón coloca mantequilla en el molde
Se desprende para entrar al horno
Se recuesta entre el azúcar y la harina,

Mi corazón ácido amarillo y ácido
Encerrado en la noche, en tu sonrisa o en la mía, encerrado,
Atado en dos caras
Atado como un ave sin brazos para amasar, sin ojos
para medir las yemas y los huevos
de la espuma que crece
dulce como tu sonrisa, como tu mirada a las seis de la tarde
como tu caligrafía en un pilot de cero punto cinco
como el espacio tibio en la cama que dejas ácido, que dejas muerto
que dejas verde, como la cartuchera en tu bolso negro.
mi hija ha muerto, y solo pienso en sus manos
cuando alzadas nadaban celebrando una vida, la mía, la suya, una
sola.
mi hija ha muerto, y solo veo el postre ácido
la miel ácida
la cocina, la comida, la sangre, la forma de llorar,
ácida.



RAFAEL MAYA





Allá lejos



Hiéreme, ¡oh muerte!
Coge la flor abierta
de mis años. No dejes
que envejezca. Ven pronto.
Rompe la hélice roja
de mi ambicioso corazón en pleno
volar sobre los curvos hiorizontes.
Paraliza mis brazos
que hunden el remo en las doradas aguas
del tiempo. Ata mis plantas
manchadas con la sangre del racimo
carnal. Apaga el ritmo
de mis arterias cuyo golpe hiere,
en la noche de insomnio, mis oídos
con un rumor de agua subterránea.
Fájame con tu venda
como a un niño, y entrégame a los brazos
de la oscura nodriza que alimenta
las ávidas raíces de los árboles.
No ver la luz, no ver la luz creadora
que saca de su abismo inagotable
las infinitas formas de la vida,
No atisbar el espacio
que se puede beber con la mirada
como una copa azul llena de espumas.
No ver un rostro humano
ni oír una palabra.
Hiéreme, ¡oh muerte!

Ni el dulce mar en que naufragan tantas
riquezas, y que guarda entre sus aguas
fabulosas ciudades,
hundidas como fúnebres navíos
con sus copas de oro
y sus lechos cargados de mujeres.
Ni el mismo cielo eterno que sustenta
la arqultectura móvil de las nubes,
y traza la remota geometría
de las constelaciones misteriosas.
Ni el cuerpo adolescente
de una doncella, apenas sombreado
en sus pliegues recónditos por una
vegetación de suave terciopelo.
Nada podrá ligarme a la ribera
terrestre.

        Ven ¡oh muerte!

Quiero bajar los húmedos peldaños,
afelpados de musgo, de la estrecha
galería que lleva hasta tu cripta
donde espera la esfinge somnolienta
coronada de rosas inmortales.
Allí, al fulgor de las marchitas lámparas
que filtran una aurora penumbrosa
a traves de los grises alabastros,
repasaré la escena multiforme
de mi vida, los rostros conocidos,
y la imagen dorada de unos campos
que florecen aún, bajo otros cielos,
perdidos en el tiempo y la memoria.