martes, 17 de septiembre de 2019

MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK





El origen



Hay días en los que estamos tan solos
contra un dolor extraño que se nos hunde en los huesos,
acaso como el de las espinas de un pez de jaspe
que nadó en lo profundo hasta agotarse
o las espinas de una rara flor que brilla
y que pesa más combada por la lluvia.

Ahora los pájaros enjuagan sus plumas en el agua,
sumergen sus frágiles picos en el lodo
abren sus ojos al relámpago
y llevan algo de ese resplandor en el curso de su vuelo.
Entonces sabremos que su trino será el último
y que el musgo crecerá en la rama más delgada
y los cipreses fundirán sus hojas con la niebla
hasta ser una acuarela triste e imprecisa.

El animal beberá los venenos de un estanque
en los márgenes del bosque,
ya no recordará el sabor del pasto que recién germina
y en adelante vagará con extravío en la fatiga del pantano.
La luna permanecerá oculta
en el cenit durante una larga temporada.
En esta época ya no habrá símbolo
que entre ambos pueda pronunciarse
ni gesto que alivie
lo que desde hace mucho ya está predicho.

Hay un día en el que le daremos un nombre perenne a la distancia,
cuando entendamos el comienzo, la gravedad,
y en la extensión del código toda su dinámica.
Oiremos el fluir de una turbia brisa
que proviene de un país cuya tierra cayó en el olvido,
porque el canto de una sangre espesa
se coaguló en los labios de sus habitantes
y los nidos permanecieron vacíos de estaciones
hasta que el propio sol abandonó la cara purísima del prado
y pronto los caudales de los arroyos se desviaron
y dejaron de llevar al mar
la voz de la montaña.

Hay días en los que estamos tan solos
contra un dolor que se hunde hasta el fondo de los huesos,
mientras el frío se cuece lento en los calderos,
y los rescoldos y las cenizas se elevan con el viento
y nosotros cincelamos los rostros de los dioses en el aire
porque únicamente aprendimos
a tallar figuras
con el humo



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