El origen
Hay
días en los que estamos tan solos
contra
un dolor extraño que se nos hunde en los huesos,
acaso
como el de las espinas de un pez de jaspe
que
nadó en lo profundo hasta agotarse
o
las espinas de una rara flor que brilla
y
que pesa más combada por la lluvia.
Ahora
los pájaros enjuagan sus plumas en el agua,
sumergen
sus frágiles picos en el lodo
abren
sus ojos al relámpago
y
llevan algo de ese resplandor en el curso de su vuelo.
Entonces
sabremos que su trino será el último
y
que el musgo crecerá en la rama más delgada
y
los cipreses fundirán sus hojas con la niebla
hasta
ser una acuarela triste e imprecisa.
El
animal beberá los venenos de un estanque
en
los márgenes del bosque,
ya
no recordará el sabor del pasto que recién germina
y
en adelante vagará con extravío en la fatiga del pantano.
La
luna permanecerá oculta
en
el cenit durante una larga temporada.
En
esta época ya no habrá símbolo
que
entre ambos pueda pronunciarse
ni
gesto que alivie
lo
que desde hace mucho ya está predicho.
Hay
un día en el que le daremos un nombre perenne a la distancia,
cuando
entendamos el comienzo, la gravedad,
y
en la extensión del código toda su dinámica.
Oiremos
el fluir de una turbia brisa
que
proviene de un país cuya tierra cayó en el olvido,
porque
el canto de una sangre espesa
se
coaguló en los labios de sus habitantes
y
los nidos permanecieron vacíos de estaciones
hasta
que el propio sol abandonó la cara purísima del prado
y
pronto los caudales de los arroyos se desviaron
y
dejaron de llevar al mar
la
voz de la montaña.
Hay
días en los que estamos tan solos
contra
un dolor que se hunde hasta el fondo de los huesos,
mientras
el frío se cuece lento en los calderos,
y
los rescoldos y las cenizas se elevan con el viento
y nosotros cincelamos los rostros de los dioses en el aire
y nosotros cincelamos los rostros de los dioses en el aire
porque
únicamente aprendimos
a
tallar figuras
con
el humo
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