martes, 6 de septiembre de 2016

MARÍA CHOZA



  
El campo con los años



Mi abuelo tenía tierras,
un campo tan suyo que llevaba su nombre.
Crió a los ocho hijos
al tiempo que a sus animales,
todos se alimentaron
de la misma leche.

Tal vez su mujer
alguna vez sintió celos o envidia
de las montañas que le amaron
de noche y con los truenos.
No hubiera servido reclamarle,
no tomaba en serio
a quien no se hubiera cortado las manos
al segar maleza,
o a quien no recogiese buen fruto
por octubre.
El hombre se hace en el campo,
dijo a todos sus hijos.
Él se hizo muchas veces,
de todas las formas posibles.
Pasó muchos años amando un solo lugar.
No encontró cobijo en ningún otro
porque no le necesitó.

Un día todo se volvió extraño.
Sus hijos recibieron llamadas de vecinos,
el padre ya no tenía sangre en las ropas
al volver a casa,
su camisa se iba y regresaba limpia.
La leche de sus vacas
dejó de alimentarnos a todos.
Pasaba mucho tiempo con sus nietos,
por fin conocí sus modales
y la juventud.
Nos habló tanto que cada palabra
era una historia,
y la historia es el mundo.

Sus hijos fueron a los campos
que le pertenecían.
Les fue difícil entrar.
Cada vaca y cada hijo
estaba muerto.
Ninguna gallina hizo ruido.
No hubo borregos que salieran
a ver qué estaba pasando.
Los montes ya no amaron a nadie,
murieron de tristeza,
igual que la casita de palma
dejada a la mitad.
El hombre dejó de hacerse en el campo
y fue a la ciudad por respuestas.
Mi abuelo no pudo responder nada,
tampoco quiso hacerlo.
En su cabeza,
en su mundo de agua y siembra,
seguía pensando que cada día
fue a prestarle a las tierras sus años,
que todos los animales le seguían respetando,
que el amado monte le esperaba como siempre
para sepultarle las penas.

Nadie se explicó nada,
ni mi abuelo mismo.
A veces creo que el campo
encarnó en su cuerpo,
y por eso tiene tantas cicatrices.



De: “Los campos no elíseos”

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