El
campo con los años
Mi
abuelo tenía tierras,
un
campo tan suyo que llevaba su nombre.
Crió
a los ocho hijos
al
tiempo que a sus animales,
todos
se alimentaron
de la
misma leche.
Tal
vez su mujer
alguna
vez sintió celos o envidia
de
las montañas que le amaron
de
noche y con los truenos.
No
hubiera servido reclamarle,
no
tomaba en serio
a
quien no se hubiera cortado las manos
al
segar maleza,
o a
quien no recogiese buen fruto
por
octubre.
El
hombre se hace en el campo,
dijo
a todos sus hijos.
Él se
hizo muchas veces,
de
todas las formas posibles.
Pasó
muchos años amando un solo lugar.
No
encontró cobijo en ningún otro
porque
no le necesitó.
Un
día todo se volvió extraño.
Sus
hijos recibieron llamadas de vecinos,
el
padre ya no tenía sangre en las ropas
al
volver a casa,
su
camisa se iba y regresaba limpia.
La
leche de sus vacas
dejó
de alimentarnos a todos.
Pasaba
mucho tiempo con sus nietos,
por
fin conocí sus modales
y la
juventud.
Nos
habló tanto que cada palabra
era
una historia,
y la
historia es el mundo.
Sus
hijos fueron a los campos
que
le pertenecían.
Les
fue difícil entrar.
Cada
vaca y cada hijo
estaba
muerto.
Ninguna
gallina hizo ruido.
No
hubo borregos que salieran
a ver
qué estaba pasando.
Los
montes ya no amaron a nadie,
murieron
de tristeza,
igual
que la casita de palma
dejada
a la mitad.
El
hombre dejó de hacerse en el campo
y fue
a la ciudad por respuestas.
Mi
abuelo no pudo responder nada,
tampoco
quiso hacerlo.
En su
cabeza,
en su
mundo de agua y siembra,
seguía
pensando que cada día
fue a
prestarle a las tierras sus años,
que
todos los animales le seguían respetando,
que
el amado monte le esperaba como siempre
para
sepultarle las penas.
Nadie
se explicó nada,
ni mi
abuelo mismo.
A
veces creo que el campo
encarnó
en su cuerpo,
y por
eso tiene tantas cicatrices.
De: “Los campos no elíseos”
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