El mercader
Hubo
un mercader de Samarcanda
que
juraba llevar una montaña dentro de un cántaro de barro
y
que poco existe tan claro y tan genuinamente puro
como
el gesto de un niño; quien, acabado de nacer,
busca
en el regazo de su madre encontrar sus propios ojos
para
poder mirar al mundo.
Ese
primer acto, decía, nos revela
que
algo ha dictado que somos como los carriles de las vías,
paralelos,
sosteniendo aquella maquinaria
que
avanza hacia un destino
que
poco sentido tiene que sepamos.
Y
aun así tiemblan los guijarros
y
el metal vibra con la medida del tránsito y el anuncio.
Cierto
es, si no van solas las ruedas
tampoco
pueden ir solos
los
objetos luminosos en los mapas celestiales.
Aquel
que contempló a los astros surgir
y
alcanzó a verlos llorar frente a la agitación del infinito,
en
el preludio de un llanto sin dudas primigenio
donde
acaso fueron las lágrimas de níquel o de hidrógeno –
percibió
la primera angustia de saberse solo:
para
ellos la única posibilidad de amarse
es
el estallido de una colisión en el silencio.
Pero,
¿quién no ha visto en la inmensidad el ágape de las galaxias?
El
tiempo, que es materia, las fue labrando una a una,
lustrando
sus perfiles como un orfebre minucioso:
el
orden y el caos en una misma filigrana,
unida
por hilos y eslabones invisibles,
un
mural que se sigue tejiendo todavía.
Ahora
me pregunto,
qué
pasaría si el cántaro cayera un día y se rompiese.
¿Veríamos
acaso que el cántaro nunca dejó de estar vacío?
O
quizás de sus trozos crecerá una montaña nueva:
una
montaña alta y digna
para
acompañar a otras montañas
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