martes, 19 de noviembre de 2019

MAGDALENA CAMARGO LEMIESZEK





El mercader



Hubo un mercader de Samarcanda
que juraba llevar una montaña dentro de un cántaro de barro
y que poco existe tan claro y tan genuinamente puro
como el gesto de un niño; quien, acabado de nacer,
busca en el regazo de su madre encontrar sus propios ojos
para poder mirar al mundo.

Ese primer acto, decía, nos revela
que algo ha dictado que somos como los carriles de las vías,
paralelos, sosteniendo aquella maquinaria
que avanza hacia un destino
que poco sentido tiene que sepamos.
Y aun así tiemblan los guijarros
y el metal vibra con la medida del tránsito y el anuncio.
Cierto es, si no van solas las ruedas
tampoco pueden ir solos
los objetos luminosos en los mapas celestiales.

Aquel que contempló a los astros surgir
y alcanzó a verlos llorar frente a la agitación del infinito,
en el preludio de un llanto sin dudas primigenio
donde acaso fueron las lágrimas de níquel o de hidrógeno –
percibió la primera angustia de saberse solo:
para ellos la única posibilidad de amarse
es el estallido de una colisión en el silencio.

Pero, ¿quién no ha visto en la inmensidad el ágape de las galaxias?
El tiempo, que es materia, las fue labrando una a una,
lustrando sus perfiles como un orfebre minucioso:
el orden y el caos en una misma filigrana,
unida por hilos y eslabones invisibles,
un mural que se sigue tejiendo todavía.

Ahora me pregunto,
qué pasaría si el cántaro cayera un día y se rompiese.
¿Veríamos acaso que el cántaro nunca dejó de estar vacío?
O quizás de sus trozos crecerá una montaña nueva:
una montaña alta y digna
para acompañar a otras montañas



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