Principio último de realidad
Del
parque de las esferas y el aro descomunal de cobre
refulgente (gozque) pasé al
parque del carillón doce
veces confirmando la
muerte,
el compás y el
número romano, la
guadaña
entre acacias
podadas en perfección.
Asoma. El aro ha de estar
oxidado, las esferas se
habrán alejado, curioso,
sin moverse un ápice,
diría
que lo indeleble
por indefectible sería
el carillón: apóstoles
cariacontecidos, de qué
tribulación
no sé ni sé
si Cristo ha resucitado
en la torre del reloj: y
yo estoy hecho, rostro
mogollón, artritis, un
auténtico despojo. A
un tercer parque me
encamino al atardecer,
uvas
de playa, embeleso
florecido, palmitos y
acebuche, me siento
en
un banco de hierro
a mirar ardillas negras,
al rato pasa la manejadora
ataviada de blanco y
chanclos, va vacía. Nada
en las manos, nada en los
bolsillos y nada (negra)
debajo.
Me llevo la mano
a la cabeza y repito la
plegaria única que me sé
de memoria, la repito y
medito, cada palabra un
hito del fulgor divino que
no acaba de aparecer. De
alguna
esfera inamovible,
descender. Titilar un
instante. Hacerme sonreír.
Por Dios que tranquilizarme.
De nada. La gracia no
coincide
con mi presencia
diaria hasta más no ver al
atardecer en el parque
limítrofe, parque anterior,
cerca de casa. Ya no pasa
siquiera
la manejadora de
otrora
por mi cabeza, su
rastro
de anillos y ajorcas,
collar de cuentas de
cáscara de coco, el
brazalete ancho en el
brazo izquierdo, un
respingo:
ella y yo
(anagnórisis) del
reconocimiento.
Ella
muere
por el lado de
los bateyes y yo por el
lado ancestral del lomo
cubierto por sacos ásperos
donde se recoge la ceniza:
blanco ritual ella, sagrada;
y yo, estameña. No quiero
saber nada de la continuidad,
ni del turbión que me podría
llevar de una sola ráfaga
(regresar
empapado) al
parque ulterior tras las fijas
esferas negras donde se
renace.
Ya, morir. Ni un
cabello ni una uña más
crecer
otro milímetro verde
para
dar de comer, hogaño,
a una quinta generación
irrefutable de gusarapos:
la descendencia de David
es interminable. Las
pantorrillas muertas, los
almendrados ojos negros
dos trabadas esferas ciegas,
mudez astral: qué Dios ni
ocho cuartos, zarandajas
Beatriz, ni Amor moviendo
no sé qué, por Dios, ta.
Salgo del parque caminando
al
paso de la sombra de un
bastón
el doble de alto que
yo (de espaldas, doblado)
acacias muertas, carillón
partido en dos: asoma. La
impertérrita
amaga una
zancadilla, doy (lateral)
un paso a todo lo largo de
la sombra diagonal del
bordón, primer estertor,
dormí, ya clarea, mece la
brisa
las frondas de aquel
parque
mascullando
(farfullando) helechos
del rostro de la manejadora
de blanco alzándome (cruz)
me anega entre sus brazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario