jueves, 28 de noviembre de 2024

SILVIO MATTONI

  


 

Miro el edificio donde vive un examigo

 


“Son lágrimas de cosas”, dijo alguien

en cuyo idioma no nace más gente.

¿Estamos muertos ya uno para el otro?

Nunca termino de escribir los restos

de amistades cansadas, conocidos

que se van a ignorar después, en cada

nombre se esconde un larvado rencor.

Solo y póstumo, me explico los años

de un tal Silvio que hablaba demasiado

y creía en la posibilidad

de que la inteligencia ajena fuera

de una sinceridad inhumana. Pero

mira atrás el poema y se hunde

en sensaciones falsas. Hace poco

pasé por la revista en internet

de un viejo amigo al que un juego retórico

hizo enojar –sobre universitarios

que quisieran escribir de verdad

y al final llegan a ser figuritas:

un versificador o una promesa

de prosista–. Me insultó tanto entonces

que me asaltó como una sombra oscura

que ahogaba mi ironía y de repente

me despertaba frío en el desierto

literal donde nunca nadie te

daría nada. No me puse a ver

qué había en ese espacio cultural

igual que paso frente al edificio

donde vive y vivió cuando lo visitaba,

miro hacia arriba el ventanal metálico

de color ocre, recuerdo aún el piso

y la letra de un portero que nunca

volveré a presionar. Lo único cierto

es que su dueño recibió una herida

pero no me ve ahora realmente

ni en su casa virtual. Alguna vez

desde allá adentro observé la ciudad

mientras analizábamos lecturas

y pensábamos en todo lo que había

que escribir todavía. Ni él ni yo

sabíamos que la única obediencia,

alegre o triste, era una forma absurda:

el nombre indivisible, lo demás

no importa nada, y cueste lo que cueste

uno lo sigue, como sin saberlo

pasé de largo, usé, y convertí

al amigo lejano en personaje,

también voy a seguir, me falta mucho

para volver al fin a mi cuaderno

donde me tocan las cosas mortales,

media ciudad hasta llegar a casa.

 

 

 

 

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