Miro el edificio donde vive un examigo
“Son
lágrimas de cosas”, dijo alguien
en
cuyo idioma no nace más gente.
¿Estamos
muertos ya uno para el otro?
Nunca
termino de escribir los restos
de
amistades cansadas, conocidos
que
se van a ignorar después, en cada
nombre
se esconde un larvado rencor.
Solo
y póstumo, me explico los años
de
un tal Silvio que hablaba demasiado
y
creía en la posibilidad
de
que la inteligencia ajena fuera
de
una sinceridad inhumana. Pero
mira
atrás el poema y se hunde
en
sensaciones falsas. Hace poco
pasé
por la revista en internet
de
un viejo amigo al que un juego retórico
hizo
enojar –sobre universitarios
que
quisieran escribir de verdad
y al
final llegan a ser figuritas:
un
versificador o una promesa
de
prosista–. Me insultó tanto entonces
que
me asaltó como una sombra oscura
que
ahogaba mi ironía y de repente
me
despertaba frío en el desierto
literal
donde nunca nadie te
daría
nada. No me puse a ver
qué había
en ese espacio cultural
igual
que paso frente al edificio
donde
vive y vivió cuando lo visitaba,
miro
hacia arriba el ventanal metálico
de
color ocre, recuerdo aún el piso
y la
letra de un portero que nunca
volveré
a presionar. Lo único cierto
es
que su dueño recibió una herida
pero
no me ve ahora realmente
ni
en su casa virtual. Alguna vez
desde
allá adentro observé la ciudad
mientras
analizábamos lecturas
y
pensábamos en todo lo que había
que
escribir todavía. Ni él ni yo
sabíamos
que la única obediencia,
alegre
o triste, era una forma absurda:
el
nombre indivisible, lo demás
no
importa nada, y cueste lo que cueste
uno
lo sigue, como sin saberlo
pasé
de largo, usé, y convertí
al
amigo lejano en personaje,
también
voy a seguir, me falta mucho
para
volver al fin a mi cuaderno
donde
me tocan las cosas mortales,
media
ciudad hasta llegar a casa.
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