Luces indefensas
Un
niño que podría ser mi hijo
me
habla de dinosaurios,
dice
sus nombres, describe los tamaños,
en
su relato los veo por aire, tierra y mar.
Hace
bien: estudia la vida desde el principio,
tiene
cuatro años y algo en su mirada
lamenta
su extinción,
dentro
de mí transcurre un largo minuto de silencio.
Quiero
hablarle a su generación,
decirle
que la vida es una máquina del tiempo,
a su
lado habrá pasajeros dispuestos a hacer daño,
humanos
poco humanos,
piezas
que se sueltan para ocasionar los accidentes.
La
vida puede ser una estación
que
trasciende voces o dinosaurios,
y
mientras no caiga
el
meteorito sobre nosotros
es
posible tomar la justicia en nuestras manos.
Me
encantaría llevarlo al mar,
al
agua donde mis padres
me
entregaron el sol y la espuma,
olas
que rompí sin saber
que
aquel animal grande
podía
ser cálido y juguetón,
peligroso
y traicionero.
Sería
bonito construir castillos de arena,
no
importa que el mar se los lleve.
Junto
a la mujer que sueña ser su madre
podríamos
pintar un cuarto
con
los colores que dicte su imaginación,
subirlo
a un avión y conocer, juntos, la nieve,
abrazar
su alegría en un museo
frente
a los huesos de un tiranosaurio rex.
Hacer
lo mismo
por
la niña que escala muebles
como
si fueran edificios,
por
los hermanitos rescatados
desde
el fondo de la basura,
por
el bebé de ojos pequeños
y
lágrimas grandes.
Veo
a estos niños y pienso en el muchacho
que
me extendió su mano en Ciudad Juárez,
en
una voz bajo los escombros de Siria,
en
un latido que pierde las luces en el Mediterráneo.
Un
niño abre sus brazos
y me
sopla al oído las alas de un pterodáctilo,
me
gustaría contarle que a su edad
quise
ser un astronauta
y
llegué a la poesía.
No
estamos lejos,
se
dice que venimos de las estrellas
y
volveremos a ellas,
sería
hermoso despejar
el
mar, la selva y el aire para sus dinosaurios.
Antes
que el tiempo fuera el tiempo
existieron
los niños y sus manos en la tierra,
antes
que el día llegara a la noche
ya
había un sol que prometía amanecer.
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