viernes, 6 de abril de 2018

NIZAR QABBANI





Veinticinco rosas en el pelo de Balquís



Yo sabía que ella sería asesinada,
ella sabía que yo sería asesinado.
Se cumplieron ambas profecías:
ella cayó, cual mariposa, bajo las ruinas de la yahiliyya  [1]
y yo caí entre los colmillos de una época árabe
que devora los poemas,
los ojos de la mujer
y la rosa de la libertad.

Yo sabía que sería asesinada
y que su feminidad no intercedería por ella:
la feminidad en este país, cuya geografía se extiende
de la repugnancia a la repugnancia
y de la bala a la bala,
no es causa atenuante
que proteja a las palomas del sacrificio
o conceda privilegios a las madres
para completar la cría de sus hijos.

Yo sabía que sería asesinada:
era hermosa en una época árabe repugnante,
era límpida en una época árabe turbia,
era noble en una época de maleantes,
era una perla auténtica
entre montones de perlas artificiales
y era una hembra única
entre series de mujeres comunes.

Yo sabía que sería asesinada:
encarnaba la civilización mesopotámica
y nosotros estamos subdesarrollados,
era una espléndida maqama bagdadí
y nosotros no escuchamos,
era un poema abbasí
y nosotros no leemos,
era un fragmento de la epopeya de Gilgamesh
y nosotros somos analfabetos,
era lo más bello que se haya escrito en poesía
y nosotros lo más feo que se haya escrito en prosa...
                       
Yo sabía que sería asesinada
porque sus ojos eran puros, como ríos de esmeralda,
y su pelo era largo, como un mawwal [2] bagdadí;
los nervios de este país
no soportan la verde espesura
ni la presencia de un millón de palmeras
que se arraciman en los ojos de Balquís...
                       
Yo sabía que sería asesinada:
todos nosotros, sin excepción, formamos parte del menú
en este país, acostumbrado a comerse a sus ciudadanos;
lo extaño es que antes de hacerlo, nos pidan
que entonemos el himno nacional
y que hagamos el saludo militar al presidente de la mesa
y a los camareros que lo rodean.
¿Qué himno nacional? ¿Qué nación?
Si el cadáver del ciudadano árabe
es enterrado en cualquier lugar,
entre el estómago del gobernador árabe
y su intestino grueso...
                       
Yo sabía que sería asesinada:
su orgullo
era mayor que la Península Árabe,
y su cultura no le permitía
vivir en la época de decadencia,
ni su luminosa constitución
le permitía vivir en la oscuridad...
                       
Creía, por su gran belleza,
que la tierra era pequeña para ella;
por eso hizo las maletas
y se marchó de puntillas,
sin decir nada.
                       
No temía que el país la matara,
sino que se matara a sí mismo.
                       
Cual nube preñada de poesía
gotea sobre mis cuadernos:
vino, miel, ruiseñores
y rubíes,
gotea sobre mis sentimientos:
velas, pájaros marinos
y lunas de jazmín.
Tras su partida
comenzó la época de la sed,
se acabó el tiempo del agua.
                       
Su amor iraquí
tenía sabor a rosa y a brasa;
cuando se desbordaba en primavera,
devastaba todos los obstáculos
y a mí me rompía en mil pedazos.
                       
Con ella fundé el 5 de marzo de 1962
la primera escuela de amor en Bagdad.
Cuando Balquís cayó, el 15-12-1981,
los maestros y las maestras dimitieron,
los alumnos huyeron
y los estudios de amor
se aplazaron sine die...
                       
Antes de que su pelo dorado se marchara, dejándome,
yo no sabía
que una de las aficiones de los pájaros
es ensamblar lingotes de oro.
                       
Desde que Balquís se marchó,
los árboles no crecen,
la luna no se redondea
y el agua no brilla...
                       
Porque el pueblo árabe
deseaba ser libre, como el pelo de Balquís,
no sujeto con horquillas, celdas y alambres espinosos,
como el pelo de Balquís.
El Sultán -Dios le conceda la victoria sobre sus enemigos
y acreciente su fortuna y sus favoritas-
ordenó prender fuego a los trigales,
cortarle la cabeza a cualquier espiga que hablara con otra
y librarse del pelo de Balquís,
indómito cual rubio alazán,
porque infundía a la gente esperanzas
y los inducía a la libertad.
                       
Presentía que ella se marcharía:
en sus ojos había velas
prestas para el viaje,
y posados en sus pestañas
aviones prestos a despegar.
En su bolso -desde que nos casamos-
llevaba el pasaporte, el billete de avión
y visados de entrada a países que no llegó a visitar.
Cuando le preguntaba:
¿por qué llevas todos esos papeles en el bolso?
Respondía:
Porque tengo una cita con el arco iris...
                       
Cuando me entregaron el bolso
que encontraron bajo los escombros
y vi el pasaporte,
el billete de avión
y el visado de entrada,
comprendí que no me había casado con Balquís Al Rawi
sino con el arco iris...

En las fiestas
evitaba ponerse a mi lado,
que la fotografiaran conmigo
o decir que era la mujer del poeta.
Era yo quien la buscaba por todas partes
y pedía a los fotógrafos que me retrataran con ella
para entrar en la historia.
                       
Cuando asistía a mis veladas poéticas,
era ella quien acaparaba los focos
mientras yo permanecía en la sombra.
No intentaba ganarse a la poesía:
era la poesía quien intentaba ganarla a ella.
                       
Cuando muere una mujer hermosa
la tierra pierde el equilibrio,
la luna anuncia duelo durante cien años
y la poesía se convierte en labor inútil.
                       
No reconocía las medias soluciones,
su presencia era excepcional,
su conversación era excepcional
y su pelo, viajero por todo el mundo,
un acontecimiento excepcional.
Por eso
su muerte fue tan excepcional como ella...
                       
Se casó conmigo, a pesar de la cábila,
viajó conmigo, a pesar de la cábila,
me dio a Zaynab y a Omar,
a pesar de la cábila.
Cuando le preguntaba por qué,
me estrechaba, como a un niño, contra su pecho
y susurraba:
"porque tú eres mi cábila".
                       
Tenía fabulosos colores, cual mariposa,
elegante vuelo, cual mariposa,
y corta edad, cual mariposa.
Cuando la flamearon, el 15 de diciembre de 1981,
las estadísticas de Naciones Unidas anunciaron:
somos la única tribu del mundo
que se come a las mariposas.
                       
Balquís Al Rawi,
Balquís Al Rawi,
Balquís Al Rawi.
Me gustaba el ritmo de su nombre,
retenía su sonido
y temía unir a él mi nombre
por si enturbiaba el agua del lago
y estropeaba la belleza de la sinfonía.
                       
Esa mujer no podía vivir más,
no deseaba vivir más:
era semejante a las velas y los candiles,
era como un instante poético
que debía eclosionar antes de la última línea...



                                                                       Beirut, 10-4-82.


[1]  Época anterior al Islam.
[2]  Tipo de copla originaria de Iraq, aunque en la actualidad se extiende por la mayor parte de los países árabes. Puede tener hasta más de trece versos.


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