sábado, 7 de agosto de 2021

MANUEL BECERRA

 

 

 

Habitación en New York

 


 

I

 
Estoy arrodillado sobre el futón japonés
porque así me lo pediste
y tú estás de espaldas frente a mí
porque buscamos una geometría acertada
para unir el uno con el otro.
Esta postura, que nos asemeja a los mamíferos,
es otra forma de comunicarnos.
Estamos trabajando en la creación de un vínculo.

 

 

II

 
En esta posición puedo ver tu espina dorsal
con movimientos
que a intervalos se armonizan con los míos.
Sé cuando dices: más fuerte o más rápido
o mantenlo así, sin decirlo.
No necesitamos, incluso, del amor.
Estamos aquí para hallar un lenguaje inclusivo:
tu idioma y el mío formando un tercero.
La necesidad del cuerpo halla nuevas formas
de comunicarse. Entonces un idioma de señas,
el proceso de una palabra vertida a otro idioma,
es un mecanismo más cercano al nuestro,
me dices, al momento en que te vuelves
y me insinúas que jale de tu cabello.

 

 

III

 
Tu cuerpo acostumbra a transpirar rápidamente
y tus pupilas tienden a dilatarse apenas entro en ti.
Cuando estás debajo de mí y nos miramos de esta forma
pienso que le debes tus hermosos ojos azules
a tu padre y a tu madre juntos, formando un tercero.

 

 

IV (Fotografía)

 
Ahí estás inclinada hacia ti misma
con un escalpelo entre las manos
dando forma a una cuchara de madera
utensilio que antes fuera un leño
y antes mucho antes
una rama que se vencía por la nieve

 

 

V (Mujer saliendo del psicoanalista)

 
Su cabeza de ñandú. Su rostro sostenido
por una bufanda. La piel: el agua inmóvil.
Sus pies pequeños de triángulo de la tabla Ouija.
La polilla de su sexo. Su puntualidad de aguja
inequívoca en el tocadiscos. Sus clavículas
de cuarto para las tres en un reloj detenido.
La mano derecha que intenta ser una paloma.
La izquierda, en lo alto, extiende más el brazo,
planta en el aire, como un árbol, la llama del candil.
Su cuello de fagot. Sus ojos guiñando para verte.

 

 

VI (Apuntes para rememorar. Itinerario de una vida cualquiera)

 
En Brooklyn, bebiendo en un bar bajo la cabeza de un alce —esto
     puede confirmarse en mi diario-álbum de recuerdos—.
En Ghen, caminando a oscuras con un coro de sapos comparable
     en abundancia sólo a la multitud de las estrellas.
En Tepoztlán, provistos de flores de cempasúchil: despertaste
     ya entrada la noche por un terror súbito a una aparición
     sobrenatural.
En Providence, en una experiencia Lovecraft: entramos a su casa
     y vimos el espejo donde él puntualmente asomaba su
     desconcertada cara de caballo.
En Cape Cod comiendo ostras; paseos en bicicleta; fotos al estilo
     Andrew Wyeth.
En la Torre Latino de la Ciudad de México, piso 26, saludando a
     dos metros de distancia a un helicóptero.
En el lago Walden, retraídos, con los pies desnudos mordidos por
     los peces.
En Boston, fumando mariguana sobre un sicomoro caído, el
     verano, las bicicletas de Cambridge por tierra y los ferris por
     el Charles River, la muerte ordinaria de las despedidas,
el Puente Longfellow y sus torres parecidas a un par de saleros
     de pimienta.

 

 

 

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