domingo, 9 de febrero de 2025

LINA ALONSO

 

 

 

Chuntaquear

 

 

Al viejo lo abandonaron en un potrero a sus nueve años,

lo tiraron al páramo con un saco de lana y los mocos pegados al frío.

Dejó los cuadernos, los Con Permiso y le lanzó una pedrada a la profesora que le negó la entra- da al colegio.

Huele a orines, limpie los zapatos, sentenció antes de sacarlo de una oreja.

Huyó de nuevo al monte y se quedó a dormir entre chamizos hasta que tuvo más edad para

la carga, mientras ganaba más altura para el hambre y el quite.

Se crió como un salvaje y como un salvaje vivió.

De niña, recuerdo la manías de ese abandono, me enseñó a hacer guaridas con pasto y ramas secas entre los carrizales,

a reconocer gorriones y escuchar el merodeo de las chuchas, tenía el tiro para espichar guargue- rones, para tensar el miedo entre los dientes. Me dejó pistas para odiarlo, olvidarlo, recurrir al lugar común de matarlo en los poemas, luego traerlo de vuelta y fundirnos en un abrazo largo.

Un día me contó que aprendió a chuntaquearle a una vecina las cuajadas que dejaba colgando cuando pasaba por Viracachá.

Chuntaquear no existe en el diccionario como lo usaba.

Chuntaquear era, para él, bajar con una vara la comida de los zarzos.

Se metía de noche en las fincas y, después de limpiar despensas, se cargaba par gallinas, no sin antes chuntaquear lo que dejaran en los colgaderos de madera.

Sus manos de fique, ásperas de costumbres y máquinas,

el parentesco de sus dedos con la lluvia —siete grados más abajo de lo normal, hechas para espantar fiebres y delirios—, dejaron, hace años, de enfriarme los cabellos, los churcos, como les decía.

Con su muerte se fue Chuntaquear, también se fueron las palabras Sute, Chirlobirlo y el jugo horrible de Chumbimba. Ahora se dice niño, pájaro y nadie, menos mal, prepara jugo de arveja.

 

 

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