Chuntaquear
Al
viejo lo abandonaron en un potrero a sus nueve años,
lo
tiraron al páramo con un saco de lana y los mocos pegados al frío.
Dejó
los cuadernos, los Con Permiso y le lanzó una pedrada a la profesora que le
negó la entra- da al colegio.
Huele
a orines, limpie los zapatos, sentenció antes de sacarlo de una oreja.
Huyó
de nuevo al monte y se quedó a dormir entre chamizos hasta que tuvo más edad
para
la
carga, mientras ganaba más altura para el hambre y el quite.
Se
crió como un salvaje y como un salvaje vivió.
De
niña, recuerdo la manías de ese abandono, me enseñó a hacer guaridas con pasto
y ramas secas entre los carrizales,
a
reconocer gorriones y escuchar el merodeo de las chuchas, tenía el tiro para
espichar guargue- rones, para tensar el miedo entre los dientes. Me dejó pistas
para odiarlo, olvidarlo, recurrir al lugar común de matarlo en los poemas,
luego traerlo de vuelta y fundirnos en un abrazo largo.
Un
día me contó que aprendió a chuntaquearle a una vecina las cuajadas que dejaba
colgando cuando pasaba por Viracachá.
Chuntaquear
no existe en el diccionario como lo usaba.
Chuntaquear
era, para él, bajar con una vara la comida de los zarzos.
Se
metía de noche en las fincas y, después de limpiar despensas, se cargaba par
gallinas, no sin antes chuntaquear lo que dejaran en los colgaderos de madera.
Sus
manos de fique, ásperas de costumbres y máquinas,
el
parentesco de sus dedos con la lluvia —siete grados más abajo de lo normal,
hechas para espantar fiebres y delirios—, dejaron, hace años, de enfriarme los
cabellos, los churcos, como les decía.
Con
su muerte se fue Chuntaquear, también se fueron las palabras Sute, Chirlobirlo
y el jugo horrible de Chumbimba. Ahora se dice niño, pájaro y nadie, menos mal,
prepara jugo de arveja.
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