Derrumbe
Para Gudrun Sagasser
Hay una Alemania que sufre
el triunfo de la otra Alemania.
Pude verlo yo mismo una mañana de mayo
desde la ventana de mi cuarto
en el apartamento de Gudrun
(esquina de Halskestrase, en Nüremberg;
junto a la estación del metro Maffeiplatz),
mientras contemplaba a la gente
asomando en los balcones,
celebrando la llegada
de un pálido sol primaveral
que los hacía abandonar
el encierro aburrido de sus pisos
para bajar a las calles y entrar a las tiendas.
No parecían, aquellos hombres y mujeres,
cultivadores de flores
y pequeñas plantas exóticas
en el mínimo espacio de sus frágiles balcones;
haber sobrevivido a las peores épocas del siglo.
No parecían, sus viejos labios
aún partidos por el frío del pasado invierno,
haber pronunciado alguna vez
himnos de muerte y de victoria.
No parecían, sus viejas manos atrofiadas
tomando temblorosas los víveres
y hurgando en sus carteras
el dinero de la compra en el mercado,
haber sobrevivido a la destrucción y a la guerra.
Ellos fueron los dioses invisibles
que hicieron posible el gran milagro alemán.
Pero simplemente envejecieron
y heredaron a sus hijos
una nación fuerte y dividida:
el desgarramiento moral del consumismo,
la disidencia política y el silencio,
el materialismo creciente de la vida,
la desesperación inmigrante y la oscura xenofobia.
Los veía desde arriba
moviéndose en las calles como hormigas,
entrando y saliendo de la tienda
o hundiéndose tranquilos
en la garganta oscura de la estación;
y pensaba que nosotros,
al otro lado del océano,
disputamos a otros dioses
la vigencia de otros nombres.
Arrastrados por los sueños y el amor
hasta los más hondos y dulces abismos,
abrimos diariamente otras ventanas
y hablamos con la voz
de otros hermanos perdidos...
Los miraba desde arriba
y recordaba la pregunta
del poeta borracho
en la vieja cantina de Managua:
-¿Deben unirse las alemanias?
Entonces escuché el sollozo
de Gudrun Sagasser en la cocina
(sus pinturas esparcidas en mi cuarto de huésped,
rechazadas por obscenas en las mejores galerías,
reflejaban –según los críticos- la decadencia
de un tiempo abolido que ya nadie quería recordar).
Sabía bien que no era
simplemente soledad
lo que inundaba su llanto,
o el desamor y el abandono de su amante.
Era también el dolor
de no poder abrir ya más la ventana
y dar la cara a un mundo que la acepte.
En la cocina su viejo amigo,
el bueno de Mijail emigrado de Rusia,
acostumbrado a confesar con miedo
la simple verdad de ser homosexual;
le acaricia sus cortos cabellos de hombre
para que ella, inclinada sobre la mesa,
se entregue sin reserva a los sollozos.
-Are you okay?
Y aunque se yergue de pronto
secándose el rostro,
sus ojos celestes me miran
y de nuevo se inundan...
-Nain, nain –me dice por fin.
Y en sus ojos reconozco el derrumbe.
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