La lectora
Nosotras,
que cerrábamos
la
puerta, a ciegas,
tantas
veces mirábamos la lámpara…
Teníamos
quince años.
También
tuvimos siete
y
siempre era la víspera
de
cada primavera
para
nosotras,
que
llegábamos tarde
al
verano y a casa.
Cerrábamos
la puerta para escribir poemas
sin
sangre en las rodillas, en pijama o en bragas,
descalzas,
casi siempre, y despeinadas
las
más veces. Insomnes soñadoras,
nosotras,
que
cerrábamos la puerta
y
abríamos los ojos al misterio
de
la palabra viva que sacude,
la
palabra que azota y que perturba,
la
que viste de viernes por la noche
cualquier
lunes de invierno en la mañana.
Confundieron
a veces
nuestro
silencio
con
la tristeza; no podía nadie
ser
más feliz
que
quienes caminábamos
sin
mirar nunca al suelo,
pues
no se cae aquel
que
va sujeto a un libro.
Vosotras
que cerrabais la puerta con pestillo,
¿llegasteis
a saberlo?, ¿podíais intuirlo?
La
poesía era eso.
Éxtasis
y dolor.
Nada
más pornográfico
que
el cálido momento en que subía
al
pecho una metáfora.
Yo,
pecador, me confieso ante Dios…
Hoy
lo sabemos:
crujirán
nuestros huesos
cada
vez que crezcamos;
con
fiebre y a estirones se escribe algún poema.
Y
cuando nada quede,
cuando
abramos la puerta,
será
nuestra palabra, sencilla y descarnada,
el
hilo de sutura
que
nos ate a la vida.
De: “A mano alzada”.
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