sábado, 12 de junio de 2021

ESTHER GARBONI

 

 


La lectora

 

 

Nosotras, que cerrábamos

la puerta, a ciegas,

tantas veces mirábamos la lámpara…

Teníamos quince años.

También tuvimos siete

y siempre era la víspera

de cada primavera

para nosotras,

que llegábamos tarde

al verano y a casa.

Cerrábamos la puerta para escribir poemas

sin sangre en las rodillas, en pijama o en bragas,

descalzas, casi siempre, y despeinadas

las más veces. Insomnes soñadoras,

nosotras,

que cerrábamos la puerta

y abríamos los ojos al misterio

de la palabra viva que sacude,

la palabra que azota y que perturba,

la que viste de viernes por la noche

cualquier lunes de invierno en la mañana.

Confundieron a veces

nuestro silencio

con la tristeza; no podía nadie

ser más feliz

que quienes caminábamos

sin mirar nunca al suelo,

pues no se cae aquel

que va sujeto a un libro.

Vosotras que cerrabais la puerta con pestillo,

¿llegasteis a saberlo?, ¿podíais intuirlo?

La poesía era eso.

Éxtasis y dolor.

Nada más pornográfico

que el cálido momento en que subía

al pecho una metáfora.

Yo, pecador, me confieso ante Dios…

Hoy lo sabemos:

crujirán nuestros huesos

cada vez que crezcamos;

con fiebre y a estirones se escribe algún poema.

Y cuando nada quede,

cuando abramos la puerta,

será nuestra palabra, sencilla y descarnada,

el hilo de sutura

que nos ate a la vida.

 

De: “A mano alzada”.

 

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