Dijeron los olivos
-Hace
ya veinte siglos, una noche
ensortijada de luceros pávidos,
por un brusco sendero
que se abría a intervalos,
se llegó hasta nosotros, lentamente,
cual si midiera el ritmo de sus pasos,
un hombre de ojos tristes que portaba
diez alfiles marfíleos en las manos.
-Delicados
los pies, como si nunca
vagado hubiese por caminos ásperos;
fulgente halo de luz le perfilaba
la frente de alabastro;
trigo garzul en los cabellos blondos
y en el semblante pálido
serenidad impávida del loto
que abre su cáliz en mitad del lago.
-Al
penetrar en nuestra entraña obscura
nos sentimos de pronto fecundados
por beatífica luz; en nuestras frondas
despertaron los pájaros,
y, cual si fuese el día,
dieron al viento sus mejores cantos.
-El
Nazareno, con la frente al cielo,
entreabriendo los labios,
“¡Padre mío… !” -exclamaba- y sus pupilas
se inundaron de llanto.
-Turbó el hondo silencio de la noche
el tropel de unos bárbaros.
El
fue a su encuentro: -A quién buscáis?- pregunta.
-Buscamos a Jesús- le contestaron.
-Yo soy -les dijo- y agregó: “¡Prendedme!”.
Los salvajes lo ataron,
y en medio de la turba enceguecida
vimos nosotros desfilar al santo.
-Nos
quedamos a obscuras,
sin comprender lo excelso del milagro
ni el por qué de la infamia de los hombres…
¡Oh incomprensión del árbol!
-Sólo
después, cuando la grey judía
colmó al Mártir de agravios;
cuando expiraba redimiendo al mundo
en una cruz clavado;
cuando tembló la tierra
y los velos del Templo se rasgaron;
cuando abajo chocáronse las piedras
y de la altura descendieron rayos;
cuando el sordo huracán batió los montes
y hubo un chisporroteo de relámpagos,
vinimos a saber que a nuestra sombra
estuvo Dios, ¡orando!
Nota: León Zafir, seudónimo de Pablo
Emilio Restrepo López
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