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¿Por
qué no soñarla? No a su costa, no a mi antojo, no a nuestro pesar.
Soñarla
recogiendo así el milagro de que cuando llueve en su tejado lo hace también en
el mío. Entonces nos decimos qué tormenta tan azul, qué añoranza tan verde,
palabras que se evaporan y caen sobre nosotras atravesándonos la ropa.
Soñarla
celebrando así que me ama aunque no haga falta, no nos pertenezcamos ni nos
necesitemos, o precisamente por eso, por este amor sin descendencia y sin suelo
del que nunca sabrán nada nuestros padres muertos.
Soñarla,
sí, por qué no, sin inventarla, envuelta en un manto estrellado de
irrenunciable verdad, tal y como es conmigo, tal y como no puede ser conmigo,
besándome en Oniria, eso sí, con la misma vehemencia con la que no me besa en
Realidad.
Y
algún día con estupor seremos viejas, no queda tanto, y le diré te he soñado
siempre y ella me responderá y quién te crees que te ponía las manos sobre los
párpados para que pudieras hacerlo.
De:
“Todas mis palabras son azores salvajes”
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