Descender,
descender, descender
como
es costumbre:
descender
de
la fruta a la raíz, de
la
cabeza a los genitales,
descender
hasta el fondo de la tierra.
Y
dentro de la tierra hallar
una
habitación hinchada en rojo;
y
dentro del rojo, una bañera;
y
dentro de la bañera, un agua
en
la que late un palpitar de orígenes
(es
decir,
en
la que lucha inquieto un par de amantes:
gemelos
en el vientre de la muerte).
Fue
el Demonio quien me trajo aquí, declaro,
el
Demonio encubierto en nombre de ángel
—para
que no se traicione la costumbre—.
Y
fue el Demonio quien me dijo “el limo
que
te espera en el fondo de los ríos
es
la tierra más fértil de la tierra”.
Y
fue el Demonio quien me dijo “el lema
de
la alquimia
recomienda
visitar
el
interior de la tierra:
ahí,
si rectificas,
podrás
hallar la piedra oculta”.
Y
yo, que tengo un nombre
de
piedra puesta en la corriente helada
de
un río, piedra
descendida
hasta
el fondo del limo
y
con la piel labrada en siglos,
(yo:
Pedro: un hombre: piedra)
yo
quise descender por si encontraba
mi
reflejo en el reverso de las aguas.
Mas
sólo hallé cristal de roca,
espejo
en que me miro desde entonces.
Al
fin, el que desciende siempre vuelve
su
rostro con nostalgia para arriba,
a la
superficie que ha dejado.
Y,
luego, cuando vuelve a ella,
cuando
asciende
—porque
la vida es eso:
un
ir de arribabajo—
no
puede evitar que su mirada vuelva.
Tanto
el poder mirar en mí pudiera,
que
sólo por mirarte te perdiera;
pues
si perdiera la ocasión de verte,
perderte
fuera así, por no perderte.
Eurídice,
Orfeo,
amantes
descendidos:
somos
una
raza que le da la espalda a todo
—menos,
aunque suene a paradoja,
a
aquello que tenemos tras nosotros:
el
pasado. Ya lo saben:
el
pasado siempre puebla nuestros ojos—.
Y de
ese apenas ver y siempre atrás hacemos
jirones
negro sobre blanco, trazos
que
ni siquiera alcanzan a llenar el margen,
y
nunca alcanzan a decir lo que queremos.
Si
pudiéramos
decir
en realidad lo que queremos
el
lenguaje entero no sería más que una sílaba
sin
inflexiones,
suspendida en
la punta de la lengua:
un
gemido,
a
veces amatorio, a veces fúnebre
que
dijera, según la conveniencia,
“te
odio”, “quédate”
o
“te veré, mi amor, por la mañana”.
Y no
habría palabra piedra,
ni
la piedra sería metáfora de lo que sin remedio no tenemos,
porque
no importaría la pérdida.
Toda
carencia es lingüística, ¿sabes?
Hubiéramos
sido sólo
dos
cuerpos
abrazados
por el agua
y en
un silencio de orígenes:
un
par de amantes sin palabras,
sin
muerte, descendidos, para siempre
quietos.
De:
“Catábasis”
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