sábado, 23 de noviembre de 2024

PEDRO DERRANT

 

 

 Catábasis

 


Descender, descender, descender

como es costumbre:

                    descender

de la fruta a la raíz, de

la cabeza a los genitales,

descender hasta el fondo de la tierra.

 

Y dentro de la tierra hallar

una habitación hinchada en rojo;

y dentro del rojo, una bañera;

y dentro de la bañera, un agua

en la que late un palpitar de orígenes

       

(es decir,

en la que lucha inquieto un par de amantes:

gemelos en el vientre de la muerte).

 

Fue el Demonio quien me trajo aquí, declaro,

el Demonio encubierto en nombre de ángel

—para que no se traicione la costumbre—.

Y fue el Demonio quien me dijo “el limo

que te espera en el fondo de los ríos

es la tierra más fértil de la tierra”.

 

Y fue el Demonio quien me dijo “el lema

de la alquimia

        recomienda

  visitar

el interior de la tierra:

        ahí,

  si rectificas,

podrás hallar la piedra oculta”.

 

Y yo, que tengo un nombre

de piedra puesta en la corriente helada

de un río, piedra

       descendida

hasta el fondo del limo

y con la piel labrada en siglos,

 

(yo: Pedro: un hombre: piedra)

 

yo quise descender por si encontraba

mi reflejo en el reverso de las aguas.

 

Mas sólo hallé cristal de roca,

espejo en que me miro desde entonces.

 

Al fin, el que desciende siempre vuelve

su rostro con nostalgia para arriba,

a la superficie que ha dejado.

 

Y, luego, cuando vuelve a ella,

cuando asciende

—porque la vida es eso:

un ir de arribabajo—

no puede evitar que su mirada vuelva.

 

Tanto el poder mirar en mí pudiera,

que sólo por mirarte te perdiera;

pues si perdiera la ocasión de verte,

perderte fuera así, por no perderte.

 

Eurídice,

     Orfeo,

amantes descendidos:

        somos

una raza que le da la espalda a todo

—menos, aunque suene a paradoja,

a aquello que tenemos tras nosotros:

el pasado. Ya lo saben:

el pasado siempre puebla nuestros ojos—.

 

Y de ese apenas ver y siempre atrás hacemos

jirones negro sobre blanco, trazos

que ni siquiera alcanzan a llenar el margen,

y nunca alcanzan a decir lo que queremos.

 

Si pudiéramos

decir en realidad lo que queremos

el lenguaje entero no sería más que una sílaba

sin inflexiones,

suspendida en la punta de la lengua:

un gemido,

a veces amatorio, a veces fúnebre

que dijera, según la conveniencia,

“te odio”, “quédate”

o “te veré, mi amor, por la mañana”.

 

Y no habría palabra piedra,

ni la piedra sería metáfora de lo que sin remedio no tenemos,

porque no importaría la pérdida.

 

Toda carencia es lingüística, ¿sabes?

 

Hubiéramos sido sólo

dos cuerpos

abrazados por el agua

y en un silencio de orígenes:

un par de amantes sin palabras,

sin muerte, descendidos, para siempre

       

                quietos.

 

 

De: “Catábasis”

 

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