La lejana mitología
Si existiéramos, si dejáramos de ser estos fantasmas que se saludan al pasar
clavando sus banderas en la nada o abriendo los brazos para decir al fin te
encontré, soy yo, estoy aquí, descúbreme tras la ventana oscura, en esta
caverna llena de animales que corren por el tiempo huyendo de la realidad. Si
existiéramos, dices, sería inevitable no arder sobre las brasas del delirio, y
si no hay tiempo no hay siempre ni esta noche ni los mares o las altas
cordilleras que resbalan esculpiendo fronteras y liberando ecos de aquellos
nombres que viven en nosotros.
El mundo está lleno de paisajes que esconden ojos bajo las aguas de un espejo.
Busco manos entre las rocas, fragmentos de tu cuerpo en el tiempo, disperso,
plegado en otros, confundido en un corazón que se agita con la marea de los
siglos. Así tu imagen se alza en la tormenta que estremece al universo para
estallar en mil estrellas con el beso urgente de la noche que amenaza
reducirnos al sueño. Déjeme que la bese, dice, ¿dormirá conmigo esta noche? ¿no
volverá a ser fría como un pez? He sido una sirena, respondo, con escamas
verdes, azules y amarillas tornasol, nacaradas, muy bonitas… y a usted le
gustaron mucho cuando me conoció.
Es
cierto, todo empezó en la lejana mitología que no se acaba nunca y nos enreda
los cuerpos en angustiosas metamorfosis, en lamentos originarios que ensayan
como separar las aguas, los cielos, y esa tierra húmeda que quiere hacer brotar
paisajes en el fuego que arde en todas las alcobas. Fue entonces cuando le
prometí que en otra época volvería a buscarlo. Usted se desprendió de sus
escamas, dice, no es un pez, pero tiene aún en sus pechos el sabor del océano,
el salitre en su cuerpo, el recuerdo del mar en su piel… y usted continúa
siendo un navegante, le digo al oído, entonces atráigame, dice, guíeme entre
las sombras, y yo sonrío. Puedo hacerlo.
Soy
una estrella extinguida que con su luz cruza el tiempo que no existe ni hoy ni
mañana ni siempre, pero usted me encenderá otra vez con su antorcha de oro que
guarda el fuego robado a los dioses. Oiga mi canto lejano, venga, no se deje
amedrentar por la noche, avance, pienso, mientras me busca con los ojos
vendados, atráigame a su vientre, dice, siento la humedad de su sexo, mi
antigua sirena, yo escalé sus almenas, forcé todos los cerrojos, busqué sus
labios en las noches más negras ¿no dice que me amó desde el principio del
tiempo? Sí, lo amo desde entonces cuando hizo vibrar mi corazón como la campana
de un templo.
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