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En la cocina la casa se desborda en hechizos y las ollas y los sartenes
regresan a los tiempos de la alquimia. Brotan por los aires leguas y siglos de
sabiduría aromática: clavos de olor para fijar las ventanas de los sentidos;
canela útil en la navegación de los gustos; nuez moscada en la frontera del
paladar, incitadora y sensual; jengibre, amoroso pasajero hacia el ideal
clímax; ajíes del arcoiris...
El mundo comestible salta tras el aceite y el encuentro se lubrica en la
comunión de chispa y crepitación, salpicadura y brillo.
La casa muta en fenomenal comida cada una de sus entrañas y así hace propicio
el deleite de llevarse a la boca otra boca que aguarda y unos labios que
expresan el deseo tiñéndose de uva al filo de la medianoche.
(Dueño de su sabor el gallo se cuece de madrugada en una mezcla de vinos y
anuncia ebrio la hora de las caricias).
De: “La casa que me habita”
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