El alquimista en la ciudad
Mi
ventana muestra las nubes viajeras,
Hojas
gastadas, nueva estación, cielo alterado,
Multitudes
que se forman y se funden:
El
mundo entero pasa; yo a la vera.
Sin
dispendiar sus horas asignadas,
Los
hombres y los amos planean y edifican:
Miro
el coronamiento de sus torres
Y
felices promesas realizadas.
Y
yo –tal vez si mi intención
Contara
con edad prediluviana,
Los
trabajos que así habría gastado
Pudieran
acceder a su heredad.
Pero
antes que ahora brille en el caldero
El
oro que no está por descubrirse,
A
la larga el fuelle no soplará más,
La
estufa habrá por fin de enfriarse.
Y
con todo es ya muy tarde para sanar
La
vergüenza incapaz y estorbosa
Que
me hace cuando con hombres trato
Más
inerme que el ciego o el lisiado.
No,
debería amar la ciudad menos
Aún
que ésta mi ciencia ingrata;
Pero
yo deseo el desierto
O
las lenguas herbosas de la costa.
Camino
por mi airoso mirador
Para
observar el sol bajo o levante,
Veo
virar a las palomas citadinas,
Contemplo
a las golondrinas correr
Entre
la cima de la torre y el suelo
A
mis pies en el aire que sustenta;
Luego
hallar en el ruedo de horizonte
Un
sitio y el hambre de estar allí.
Y
entonces odio como nunca aquella ciencia
Que
ninguna promesa otorga de éxito;
Es
dulce como nunca la costa despoblada,
Libre
y ameno el desierto.
O
antiguos túmulos que cubren huesos,
O
rocas donde acuden palomas de las rocas,
Y
árboles de terebinto y piedras
Y
silencio y un golfo de aire.
Allí
en una larga altura escuadrada
Tras
el crepúsculo me tendería
A
penetrar la amarilla luz cerúlea
Con
largo y libre mirar antes que muera.
1865
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