martes, 1 de octubre de 2019

ROBERT LOWELL





Desde 1939



Nos perdimos la declaración de guerra,
en la luna de miel, en tren hacia el oeste;
en los revolucionarios treintas
fatigamos los Poemas de Auden, hasta que bajamos
    la cabeza
de acuerdo al caminar
de lo anacrónico, confortable y mezquino...
Hoy de más cosas me pierdo,
mi equivocación es más consciente.
Veo otra muchacha leyendo el último libro de Auden.
Debe ser muy moderna,
usa el pretérito para diseccionarlo.

Como Múnich, él es ahora histórico
y quizá maduró
hasta amar la podre del capitalismo.
Vivimos todavía
entre el demonio de sus negligencias
que él quiso desdeñar
con la excentricidad malévola de la vejez.

En nuestro inconcluso y revolucionario presente
nada comienza y todo ha terminado.
El Diablo sobrevive a sus vacías esquelas
y se dirige, cojeando y maldiciente, a su demolición,
la pesadez moral más allá de balanzas,
vómito circular como manchas
de hierba amarillenta.

Inglaterra y Estados Unidos han durado
lo suficiente para temerle a su pasado,
los hábitos se aprietan como cera,
los alegres, los prósperos, su ácida violencia.

Hace unos diez años
caballerosos negros africanos revisaron
su pequeño cementerio inglés y en la basura
sofocaron estatuas
de la Reina Victoria, de Kitchener, de mercenarios de Belfast
tallados en jabón y por mandato desangrados hasta
    la blancura.
Los apresan las cartas marcadas que norman su salario—
que el infortunio soberano abandonen.

¿Se entusiasmaron demasiado como una gran actriz
dedicada a probarse su vestuario?
¿Tal vez creyeron que ellos revivirían
de proseguir su espíritu?

Sentimos a la máquina huir de nuestras manos,
como si alguien más la condujera;
si vemos una luz al fin del túnel
es la luz de otro tren que se aproxima.


De: “Day by Day”


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